La maravilla de Navidad no es que Dios se haya hecho Niño – aunque eso nos enternece – sino que se haya hecho hombre: ése es el misterio. Tal como aparece aquí, es un Niño, no puede hacer daño a nadie, es débil y amable: “apareció la benignidad y la humanidad de Dios – dice San Pablo; “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito, no para que juzgue sino para que salve al mundo” – dice San Juan. “Dios podía salvar a los hombres de varias maneras; pero en ninguna tanto como ésta podía mostrar su amor a los hombres” – dice Santo Tomás.
Un poeta griego dijo que estar enamorado y tener seso, eso no puede ser, anoser en Dios. Pero aquí parecería que Dios también cayó en la volteada, pues nos amó con locura, dice San Pablo: “propter nimiam caritatem suam qua dilexit no” – o sea, por la caridad loca con que nos amó (Ef.2,4). Ese es el misterio.
Cuando nace, ya es un hombre santo; se verifican en él todas las Bienaventuranzas que más tarde había de enseñar Él, como paradigma de la santidad; incluso la bienaventuranza de la persecución, a cargo del Rey Herodes: es manso y sumiso a todos, no sólo al Emperador de Roma sino a los posaderos de Belén; es pobre repobre; llora, es puro de corazón, y es pacificador como cantaron los ángeles. Todo lo que va a seguir hasta la Cruz se deriva desto; y del estado del mundo cuando nació, el mundo caído, Israel decaído. Si un sabio de Atenas o Roma hubiese estado allí con los Pastores, le hubiese dicho: “Linda nación has venido a escoger para nacer: esta nación es una historia viva de la decadencia. Hay algunos individuos buenos; pero la nación como nación es una ignominia”. El Niño Dios hubiese contestado: “Lo que me interesa son los individuos: por esos dos que están a mi lado, yo hubiese nacido; y por el mismo Rey Herodes solo, hubiese muerto en la Cruz” -. Eso parece un poco de locura. El pueblo no se engaña con sus pesebres y sus crucifijos: en esas dos imágenes está indicado un amor incomprensible.
Los antiguos no comprendía el amor de Dios: nosotros tampoco por supuesto, pero sabemos que existe.
Los judíos comprendían el temor de Dios; los griegos comprendían sólo el agradecimiento – y el temor – a los dioses de la mitología, los cuales se amancebaban con los hombres y mujeres mortales, no por amor sino por liviandad. Y los filósofos griegos no creían posible el amor de Dios; por lo menos Aristóteles. Dios está demasiado alto: el amor pide igualdad. Tenían un refrán que decía: “El amor busca iguales”, “amor pares invenit”, al cual San Agustín agregó dos palabras volviéndolo cristiano: “aut facit”, ¡o los hace! “El amor busca iguales o los hace”. Así Dios comenzó por igualarse a los hombres haciéndose hombre “nacido de mujer, nacido bajo la Ley”, y después trató de igualarnos con Él, levantándonos al amor divino por medio de la gracia, hasta llevarnos a la unión perfecta con la Deidad; pues “seremos semejantes a Él porque Le veremos tal cual es” dice el Evangelista del Amor (I Jn.3,2). Pero desde el instante del Bautismo comienza en el hombre ese proceso de asimilación a Dios; cuya continuación está en nuestras manos y también puede fracasar; y eso es tremendo. Porque ese amor es inmenso, perderlo para siempre es tremendo. El Infierno no es más que un amor perdido, rechazado. Por eso dice un villancico español:
¡Mi Dios! ¿qué será de mí
Cuando yo tiemble y no Vos?
En fin, hoy no hay que acordarse del Infierno, aunque Herodes, que es el Infierno, anda cerca. “Gloria a Dios en lo alto y paz en la tierra a los hombres de fe” – que ése es el cántico de los ángeles: “tées eudokías”: no dice “de buena voluntad” sino de buena doctrina, de fe: “paz a los bienaventurados” (Lc.1,14): ésa es la palabra.
Para el amor se precisan dos. EL Hijo de Dios se preparó un amor para cuando naciera, el amor más común, más barato y más seguro, una madre – una familia; también un padre postizo; al cual Dios Padre, que lo nombró su representante, le dio corazón de Padre. El amor de Dios es difícil, hay que empezarlo por lo más fácil, que es el amor de familia; porque e agradecimiento es más fácil y el temor a Dios todavía más, pero el amor de Dios es como subir al Aconcagua pasando antes por todos los faldeos. Y así hizo Cristo, acogiendo en sí todos los amores humanos, - contra lo que dice dél el “el negro gordo”, o sea nuestro poeta Pedro B. Palacios, Almafuerte:
“Corazón cuyo amor intangible
Sin ningún otro amor se dilata,
Cual se estrellan y esfuerzan flexibles
Sin lograr abatir la muralla,
Ya tenemos, ya febles, ya locos,
Bramando y silbando los vientos que pasan.
La invasora legión de cariños
Que a la vida real nos amarra
No logró reducirlo, siquiera,
Ni al sacro materno dogal de la patria.
Ni arrancó la mujer a sus labios
Nada más que un feliz epigrama
Y a sus pies en la Cruz, su madre olvidada…
Esto es poesía de negro gordo. Almafuerte no era negro, era blanco y flaco, pero como decía Ramón Doll: “hay negros de todos colores”. (Una vez Ramón Doll estaba hablando de un individuo y lo nombraba a cada momento; “El gallego ese”. Y le dijeron: “¡Qué gallego! Si ése no nació en Galicia, nació en la Boca”. Y él retrucó: “¿Y qué tiene que ver? Hay gallegos de todas las nacionalidades”).
Contra lo que cree el negro blanco, Cristo acogió en su corazón todos los amores. ¿Y el amor carnal? Saltó ese amor, porque no lo necesitaba para llegar a la caridad, pero se guardó muy bien de condenarlo o denigrarlo, como hicieron y hacen después de él mucho filósofos y herejes. El amor carnal existe ¡cómo! Y se convierte o bien en caridad o bien en calamidad. Ese es su destino. Por suerte casi siempre o la mayoría de las veces se convierte en caridad, o sea, en amistad conyugal, que dice Aristóteles es la más firme de todas la amistades (la mayoría de las veces creo yo; no sé bien cómo anda el mundo).
Cristo no podía atarse a la amistad conyugal, a una mujer, un hogar, unos hijos, porque tenía algo difícil que hacer y poco tiempo para hacerlo; pero algunas mujeres o alguna mujer tuvo hacia él no sólo amistad filial sino amistad conyugal –. Y él con una mujer se portó como un caballero andante – como Don Quijote con Dulcinea – si no es irreverencia.
Así que “tanto amó Dios al mundo”, con una caridad de chiflado, que le dio su Hijo Unigénito para que salvara al mundo – con el Amor rectificado y santificado.