Salió del nido una tarde de verano, dio un revuelo de sus alas todavía un poco inseguras, se asentó en la copa del aguaribay, emitió un silbido agudo que hizo callar atento a todo el monte, y después ensayó un gorjeo y luego un trino, que salió lleno y limpio como el viento de la tarde entre las hojas.
El mismo extrañaba la potencia y agilidad de su garganta. La calandria, para oírlo mejor, voló hasta su rama en silencio. El zorzalito entusiasmado había iniciado una magnífica sinfonía. El zumbido de la brisa, las quejas de las hojas, la orquesta rumorosa del amanecer, el aliento de la noche estrellada, el grito de los árboles bajo el sacudón de la tormenta, todas las hondas impresiones que había recogido en su nido, pasaron a su garganta y se vertieron en el silencio crepuscular convertidas en sonidos tan hermosos, que la calandria creyó que ella misma nunca había entendido el monte hasta aquel momento...
Calló el zorzalito y se hizo un silencio armonioso en el monte.
Y entonces un gorrión superficial que no entendía de música exclamó bruscamente:
-Qué feo queda. Cuando hincha la garganta, parece un sapo.
-Qué feo queda. Cuando hincha la garganta, parece un sapo.
Y la Calandria, el Jilguero, el Tordo, el Cardenal y el Boyero, que entendían de música, arrobados en su admiración, no dijeron nada.
El zorzalito levantó el vuelo todo cortado, y se perdió a lo lejos convencido de haber hecho un papelón. Y desde aquel día ya no cantó más. Porque cuando el corazón le pedía canto, le venía a las mientes la imagen de la garganta del sapo y el alma se le caía a los pies, amargada para siempre por aquella primera y repentina desilusión...
Los que entienden, que alaben a los que valen, no sea que vengan los que no valen y se hagan dueños del mundo.
(Camperas.)
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