Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris
(“Hombre, acuérdate que polvo eres y que al polvo volverás”).
El polvo quita la vista y el polvo devuelve la vista. En las comarcas de Tierra Santa, la tierra salitrosa y arenosa levanta un polvo finísimo y blanco, que por una parte reflejando vivamente la luz ardiente del sol oriental y por otra parte alzándose con el viento en nubes enceguecedoras, produce numerosas oftalmías y en muchísimos casos la ceguera. Cuando leéis los Evangelios, reparáis cuántas veces se nombra en ellos esta temible desgracia; cuántos ciegos no curó el Señor; la señal que dio a San Juan Bautista para indicarle que el Mesías llegó: “Los ciegos ven”; la comparación que usó en la parábola: “Si un ciego guía a otro ciego, los dos se van al hoyo”.
A uno de estos pobres desdichados curó el Señor en las puertas del Templo, según nos cuenta San Juan en el capítulo IX, poniéndole en los ojos un poco de barro; escupió en el polvo, hizo un poco de lodo, se lo echó en los ojos y le dijo: “Anda a lavarte en la piscina de Siloé”.
Señor, ¿qué hacéis? ¿Polvo para curar a un ciego? ¿Saliva para curar la ceguera? La saliva que es cáustica y el polvo que es fricante, más bien volverán ciego a uno que ve, Señor, que no volverán los ojos a uno que no ve.
Dejadme hacer, dejad hacer al que es la Luz del mundo. “Y fue, y se lavó y vio” —dice San Juan— “volvió viendo, volvió sanado”.
Polvo tenemos en los ojos, polvo de la tierra nos tiene ciegos. Polvo son las riquezas, polvo son los honores, polvo son los placeres; polvo enceguecedor que nos impide ver. Mas la Iglesia, Madre nuestra ansiosa por sanarnos, Esposa de Cristo poderosa para sanarnos, nos echa este día un puñado de polvo a la cara, y a imitación de su Divino Maestro dice a los pobres ciegos: “Con lo mismo que te enfermó, yo te sano. Pero no con lo mismo: porque el polvo solo, el polvo de la tierra, no sirve para sanar, sino para enfermar más, si no se le mezcla la saliva de un Dios, es decir, la palabra de Dios”. Y la Iglesia mezcla a este polvo de la tierra una palabra de Dios, una palabra tomada del Libro del Génesis, una palabra sencilla, verdadera y cáustica.
“¡Hombre, acuérdate que polvo eres y que al polvo volverás!” (Libro del Génesis, III, 19).
Si nos pusiese solamente ceniza en la frente para recordarnos la muerte que ha de reducirnos a polvo, no curaría la Iglesia nuestras llagas, sino más bien aumentaría nuestra tristeza; y la tristeza no es el remedio de nuestros males. ¡Bastante tristeza nos da este siglo inquieto! A este asilo de paz, a este puerto de oración en medio del estrépito de la calle abierto, venimos precisamente algunas veces huyendo de la tristeza del mundo. Y bien, señores; no temáis, porque el polvo que allá fuera enferma, aquí dentro sana; el polvo que la Iglesia nos pone en los ojos nos devuelve la vista, aunque sea cáustico en el momento de la operación; y el que ve, señores, no está triste: porque el que ve, sabe adónde va; porque el que ve, camina seguro; el que ve, no tropieza en la piedra ni cae en el hoyo.
Y por eso, Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio de este día nos manda el ayuno, pero nos prohíbe la tristeza. “Cuando ayunéis —dice— no os pongáis tristes como los hipócritas”.
Y ¿cómo haremos para no estar tristes teniendo que sufrir el cuerpo? No poniendo nuestro tesoro en el cuerpo, que es polvo, ni en las cosas de la tierra, que son polvo, sino más arriba. “Y vuestro Padre que está en los cielos os lo pagará allá arriba. No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y el gorgojo los deshacen, el ladrón rompe y los roba. Amontonad tesoros en el cielo, donde ni polilla ni gusano deshacen, ni el ladrón rompe y roba”.
La polilla y el gorgojo son las miserias de esta vida; el ladrón es la muerte, y el tesoro es lo que buscamos y deseamos, nuestro ideal y nuestro último fin.
El mundo moderno ha exaltado demasiado al hombre y lo ha deprimido demasiado; lo ha adulado y lo ha calumniado, y alternativamente —contra la Iglesia, que le dice: “Tú eres polvo”—, le dice: “Tú eres un semidiós”, y después le dice: “Tú eres una podredumbre”. El mundo miente, y es condición de mentirosos tener que corregir una mentira con otra mentira más grande. El siglo de la filosofía del superhombre es el siglo de la filosofía del pesimismo; el siglo del confort y de los placeres es el siglo del bolchevismo y del pauperismo; y el siglo de los grandes hallazgos científicos, el siglo de las grandes miserias morales; el siglo pacifista es el siglo de la Gran Guerra; el siglo de las luces es el siglo de la ignorancia religiosa.
Yo hojeo nuestras revistas, nuestros periódicos, oigo nuestros doctores y nuestras universidades… ¿Y qué veo?
“Hombre —exclama el mundo— tú eres libre; no te sujetes. Tú eres rey; no obedezcas. Tú eres hermoso; goza; todo es tuyo. Pueblo soberano, tú no debes ser gobernado por nadie, sino gobernarte a ti mismo. Rey de la creación, la ciencia y el progreso ponen en tus manos la tierra toda. Animal erguido y blanco, tu cuerpo es hermoso, no lo ocultes. Tu cuerpo es la fuente y el vaso de un mundo de placeres: bébelos. El dinero es la llave de este mundo: procúratelo. Los honores, las dignidades, el mando son un manjar de dioses; la fama es el ideal de las almas grandes; la ciencia es la aristocracia del alma. ¡A luchar! ¡A arrebatar tu parte! ¡A triunfar! ¡A echar fuera a los otros! ¡Si eres pobre: asalto a los ricos! ¡Si eres rico: exprime a la plebe!”.
Señores, ¿y el gusano y la polilla? El semidiós, el superhombre se encuentra con el gusano y la polilla. Enfermedades del cuerpo, tiranía del pecado y del instinto, hastío de los placeres, temores en la riqueza, pequeñez del entendimiento, disgustos en el poder, miserias de la conciencia, limitación del alma; contrastes familiares, fracasos sociales, grandes desastres nacionales, polillas del polvo humano, ¡cuántas hay! y ¡cómo las llevamos todos escondidas y cómo han aumentado desde que la fe ha disminuido y el pecado crecido!
Y entonces, cuando comienza a deshacerse el ídolo de polvo en el que se había puesto el tesoro y el corazón, cuando la dura realidad tarde o temprano disipa los castillos basados sobre la mentira, ¡ah! entonces, señores, los maestros de la mentira os cantarán otra canción muy diversa, os consolarán con la canción del odio, el desencanto y la desesperación.
“Hombre: eres un absurdo, un enigma, una miseria. Tu nacimiento es sucio; tu vida, ridícula; tu fin es desconocido. Engañado por los fantasmas de las cosas hermosas que te prometen la felicidad, corres sin saber adónde, dando tumbos por la vida, hasta dar el gran salto del que nadie vuelve, a la noche de lo desconocido. Tu hermano, a tu lado, es un lobo para ti; tu superior, arriba, es un tirano; el apóstol que te predica, te engaña y te explota. No sabes nada de nada, no puedes nada contra tu destino. Tus ideales más grandes, tus ensueños más hermosos: el amor, la religión, el arte, la santidad… ¿quieres saber lo que son en el fondo? Son solamente sublimaciones del instinto del sexo que llevas en la subconsciencia. La vida no vale la pena de ser vivida”.
He aquí las dos grandes mentiras del mundo. Pero no hay ninguna mentira que no tenga algo de verdad —una mentira pura no se podría sostener—. El mundo predica del hombre dos verdades: la grandeza de su alma y la miseria de su cuerpo. Pero ignora del hombre dos verdades: la miseria de su alma, que es el pecado original, y la grandeza de su cuerpo, que es la resurrección final.
“Dios modeló al hombre del limo de la tierra y le sopló en la cara un viento de vida”, dice el Libro del Génesis. Por lo tanto, señores, el hombre está hecho de dos cosas: de cuerpo y de alma; está hecho de un poco de barro y de un soplo de Dios: una cosa inferior tomada de la tierra y una superior bajada del cielo. Que lo superior domine lo inferior, que el alma mande y el cuerpo obedezca: aquí tenéis el orden, la armonía, la felicidad; aquí tenéis el primer plan divino, el estado de inocencia original de Adán y Eva, el primer retrato de semidioses que nos hace el mundo. Pero la fe nos enseña y el mundo ignora que el hombre por el pecado subvirtió este orden, deshizo esta armonía, perdió esta felicidad, y entonces el cuerpo se sublevó contra la inteligencia, la carne se zafó de las manos del espíritu, la materia oprimió al alma. “Y conocieron que estaban desnudos; se avergonzaron, temieron la ira de Dios y se escondieron entre las hojas”. Es decir: el hombre sintió el castigo de su desobediencia, en la desobediencia de los miembros de su cuerpo y de las facultades de su alma, en el terrible desorden, guerra, tristeza que no tenían remedio, sino en la misericordia de Dios, porque el hombre culpable, herido en lo natural y despojado de lo gratuito, no podía redimirse a sí mismo.
Éste se llama el estado de la caída, el segundo que el mundo nos describe, cuando le pedimos un segundo retrato del hombre. El primer retrato es un semidiós, el segundo retrato es un gusano. Y mirad, señores, cómo miente el ciego guía de ciegos. Estos dos estados, estado de semidiós y estado de gusano, estado de justicia original y estado de caída, son dos estados históricos del hombre; porque, efectivamente, hubo un momento en que el primer hombre fue inocente y un momento en que fue irreparablemente culpable, pero dos momentos que no existen más ni volverán a existir, dos estados pasados, ya que el actual estado del hombre implica la caída y la redención, es el estado del hombre lapsus-reparatus, caído en Adán y redimido por Jesucristo Hijo de Dios y Señor nuestro.
Para librarnos de los engaños del mundo, de la seducción, la fascinación, la atracción del polvo de la vida, la Iglesia nos echa a la cara el polvo de la muerte. ¿Cómo haré, dice la Iglesia, para que el hombre no se aprecie demasiado y no se desprecie demasiado, para que no se ensoberbezca y no se desaliente? ¿Cómo haré para que en este tiempo de Cuaresma se abaje y se levante: abaje el cuerpo por el ayuno, levante el alma con la oración; para que desprecie los tesoros de la tierra y ponga su tesoro en el cielo? ¡Es tan irresistible la seducción de lo que se ve, de lo que se toca, de lo que se siente! Pues bien; lo haré ver, tocar, sentir qué cosa es lo que él desordenadamente ama. Llamaré en mi auxilio a la muerte. “Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”. ¡He aquí lo que os impide amar a Dios, he aquí lo que pone en peligro vuestra eterna felicidad! ¡Polvo!
En un antiguo auto sacramental del teatro español, aparece la Muerte armada de espada y daga para hacer un sermón a los hombres. ¡Qué gran predicador la Muerte! Entra la Hermosura, una gran dama vestida, adornada, engalanada; todo es seda y oro, todo jazmines y rosas; todo es gracia y gentileza; los hombres están locos por ella y ella está loca de sí misma. La Muerte la toca con su espada, y se convierte en un cadáver hinchado y repugnante.
No era necesario el ladrón, bastaba la polilla; no era necesaria la muerte, bastaba el tiempo, el tiempo… tranquilo e implacable marchitador de todas las flores, el tiempo con su calva, sus arrugas, su joroba, sus achaques. Pero como hoy han inventado ciertas pinturas y ciertos postizos para matar la polilla y hacer la guerra al Tiempo, vamos al ladrón, a la Muerte. Levantad la losa y mirad la hermosura tocada por la muerte: es un montón de podredumbre, una cosa que no tiene nombre en ninguna lengua. En esto ha parado todo: era, pues, una cosa caduca, pasajera, accidental. Pasó y se llevó mis tesoros, dirá el libertino; la felicidad de mi alma en la otra vida, la paz de mi alma en esta vida, la salud de mi cuerpo, la firmeza de mi carácter. ¡Oh, muerte, cuán amarga es tu lección para el que pone su fin en los placeres!
Entran las Riquezas, señores, pisando fuerte, mirando alto, vistiendo elegantemente, con gran cortejo de criados, de amigos y de parásitos. La Muerte lo toca, y el Rico se convierte en un esqueleto. Huyen los amigos, desaparecen los aduladores; y los parientes, con un ojo llorando y con el otro repicando, se apresuran a esconder bajo tierra al que se fue tan oportunamente. Se fue solo, con las injusticias que cometió para ganarlas, con las iniquidades que hizo para conservarlas y con los pecados que perpetró para gozarlas. En verdad os digo que los ricos difícilmente se salvan. ¡Oh, muerte, cuán amargo es tu recuerdo para el que pone su fin en las riquezas!
Entra el Poder, señores; entra un Rey con su corte, soldados, sabios, políticos, lanzas, clarines, cien pendones al viento. La Muerte lo toca, y todo se convierte en polvo: el polvo que fue Menfis, el polvo que fue Nínive, el polvo que fue Cartago, el polvo que fue Roma. La Muerte, señores, manda más que los reyes y es más duradera que las naciones. Pero la gloria —me decís—, la gloria queda. Sí, señores, la gloria eterna con que Dios glorificará a los pobres y humildes de corazón, la gloria eterna queda. No —me decís—: la gloria terrena, también la gloria terrena queda. ¡Ah, señores! ¿Qué es la gloria terrena?… Un día visitaba el sepulcro de los Escipiones, en Roma. Es un montón de ladrillos medio sepultado en un campo al lado de una calle polvorosa y solitaria. Un guardia lo acompaña al visitante por unos sótanos oscuros y húmedos y le explica que en la Edad Media los campesinos llevaron los mármoles para hacer casas y en la Edad Moderna unos bodegueros hicieron una bodega para guardar el vino, donde reposaban el poeta Ennio, Escipión Emiliano, el primer Africano y Escipión el Asiático. Este pedazo de hueso, este pedazo de húmero, es probablemente del primer Africano. Esta es la gloria de la tierra, señores. Un nombre en la historia: un pedazo de hueso que se muestra a los turistas.
Contra el Gran Ladrón nocturno ninguno puede. A todos espera, a todos alcanza, a todos vence. Ha vencido la Hermosura, el Poder, las Riquezas, las Naciones y la Fama: vamos a juntar a todo el mundo contra él, a ver si lo vence. Mueren los individuos, pero queda la especie; mueren los hombres, pero permanece el género humano; mueren las naciones, pero queda el Mundo. El Mundo contra la Muerte.
Señores, mirad qué es el Mundo. Nosotros somos hormigas al lado de todo el mundo, de los mares, de las montañas y de las estrellas. Los millones y millones de hombres con sus riquezas y sus posesiones, sus inventos; las maravillas del arte, de las letras, de la ciencia; los monumentos, las vías de comunicación, las máquinas; las grandes organizaciones y las grandes edificaciones eternas; el trabajo de siglos acumulado pacientemente para hacer una torre que llega hasta el cielo.
El Mundo Universo contra la Muerte. La Muerte lo toca, ¿y qué sucede? Sabemos lo que sucederá hasta en sus menores detalles. El sol se oscurece, la luna se pone de color de sangre, las estrellas caen del cielo como higos maduros, el mar se pone a dar bramidos, los hombres todos reunidos para hacer la guerra a Dios y su Cristo huyen despavoridos; y en medio de la tribulación más grande que ha habido desde el principio de los siglos y después de una tremenda aunque breve agonía, este mundo pasó y toda su gloria se convirtió en nada.
Señores, es menester decirlo: en el siglo del progreso indefinido, de la evolución creadora, en que muchos hombres, cansados de esperar la Segunda Venida del Cristo, dijeron: “No viene más” y dormitaron y durmieron.
Lo que la razón sospecha, la fe nos lo asegura: este Mundo, que tuvo principio, tendrá también fin. No sabemos el día ni la hora, pero sabemos que tenemos que vivir vigilantes. No sabemos si falta mucho todavía, pero sabemos que vendrá el Gran Ladrón cuando menos lo esperan.
Os he hecho un gran espectáculo de desolación y de ruinas; he tomado la Muerte y he reducido a polvo la carne del hombre, las obras del hombre y el mundo todo del hombre. Sobre este montón de ruinas, ¿qué queda, sino la tristeza y la desesperación? Así es, señores, si fuésemos filósofos pesimistas; pero somos hijos de la Iglesia; no somos cultores de la muerte, sino hijos de la Vida.
El autor del Libro del Eclesiastés, inspirado por el Espíritu Santo, después de haber mostrado amargamente la vanidad de las cosas terrenas, no concluye, señores, la desesperación, sino que concluye la moderación.
Después de haber recorrido la vanidad de los placeres que dan hastío, la vanidad de la ciencia que aumenta el sufrimiento, la vanidad de las riquezas, del poder, del nombre, de la fama, de la hermosura, el autor sacro irrumpe en conclusiones de sentido común, de moderación y de templanza. “Hay que despreciar todo lo caduco, hay que usar moderadamente de la vida, hay que usar también templadamente de los placeres y alivios que la hacen serena y llevadera, y sobre todo hay que temer a Dios, cumplir sus mandamientos y recordar su juicio”. “Teme a Dios y observa sus mandamientos, porque esto es todo el hombre”.
Es curioso que no dice: “Cumple los mandamientos de Dios, porque eso es el alma del hombre. El cuerpo es polvo; cumple los mandamientos para salvar tu alma”. No, señores: “Cumple los mandamientos, porque eso es todo el hombre, cuerpo y alma”. Señores, el que se salva, salva su cuerpo y su alma: envía su alma al cielo y envía el montón de polvo de su cuerpo a la tierra, como semilla de resurrección.
Hombre verdaderamente sabio, prudente y juicioso, señores, el que se salva. No nos está prohibido desear riquezas, sino desear riquezas mentirosas. ¿Cómo se pueden asegurar las riquezas contra un ladrón? Mandándolas a la caja de seguridad. Ese es el consejo de Cristo: por medio de la limosna, enviad vuestras riquezas donde no hay ladrones, para que allá os esperen.
¿Cómo se puede asegurar el grano de trigo contra el gorgojo? Hay que sembrarlo. Es el consejo de Cristo: “Si el grano se hunde en la tierra y muere, después brota y hace grande fruto”.
Así nuestros cuerpos, hundidos por la humillación, deshechos por la mortificación, pulverizados por la muerte, brotarán un día con nueva vida y florecerán como rosas bajo el sol de la Inmortalidad.