Gracias al amigo Whiskerer, presentamos en exclusividad el texto de la conferencia dictada por el Dr. Randle el pasado 13 de octubre de 2011 en la U.C.A.
Castellani: un tipo difícil
Castellani a primera vista.
Tímido, hosco, retraído, callado―tenía un exterior áspero, un humor astringente, gestos adustos, apenas si sonreía, nadie recuerda su risa, su palabra podía ser cortante, muy pocos de sus contados amigos accedieron a su intimidad―quizás su sastre, Florencio Gamallo, quizás Ernesto Palacio, quizás ninguno.
Y claro, cualquiera que conozca someramente los hitos principales de la vida de Castellani no puede sino ver en este hombre de carácter, de temperamento, de personalidad difícil, el reflejo de una vida atribulada en extremo.
Me he pasado más de cuarenta años hablando sobre Castellani con quienes lo conocieron de una manera u otra, e infaltablemente se me ha señalado esto: que no era fácil de tratar, que raramente se mostraba afable, o que infaliblemente parecía enojado con alguien, con las cosas que pasaban, con las cosas que le pasaban, consigo mismo, quizás incluso con Dios mismo.
Y algo de eso parece desprenderse de sus innumerables referencias autobiográficas con las que salpica todos sus escritos.
No, no era un tipo fácil y quizás se puede afirmar que no era un tipo simpático.
Pero como veremos, (more about that in a minute) otro era el parecer del Padre Pío, el santo de Pietralcina.
Malhumorado.
Estaba de malhumor: un malhumor que le duró algo así como unos treinta años, desde lo expulsaron de la Compañía en 1949, hasta su muerte, en 1981.
Pero para entender esto, necesito mostrarles un par de fotos. La primera, allí donde lo dejamos, al final de mi media-biografía, parado en la escalinata del Colegio del Salvador el 18 de octubre de 1949.
Ahí lo tienen, pueden contemplarlo: está suspendido “a divinis”, ha sido suspendido sin juicio previo, no hubo acusación, no tiene defensa y de derecho ni hablar. No sabe cuándo, si acaso, lo van a rehabilitar, en una de esas el día del arquero. No puede administrar sacramentos, ni laburar de cura (apenas si le dejarán usar la sotana). No puede dar clases pues le han quitado las cátedras. No puede publicar nada, pues está siendo sistemática y prolijamente censurado. No tiene plata. No tiene dónde vivir. Tiene mala salud, una diabetes incipiente y el médico le ha dicho que si no se cuida puede quedarse ciego. No tiene qué hacer. En su diario anota: “Con sólo olvidarse ellos de mí, la máquina trituradora funciona sola.”
Es un maldito, y está de mal humor, qué se figuran ustedes.
Otra foto: Estuvo un año en Salta donde lo recibió como “obispo benévolo” Mons. Tavella, pero allí la cosa tampoco anduvo y finalmente recaló en casa de su hermana, Magdalena, casada con Edmundo Pagano, en su ciudad natal, Reconquista, año del Señor de 1951. Lo alojaron en un cobertizo, al fondo del minúsculo jardín de la casa de los Pagano. Le ha escrito a Benítez, el confesor de Evita, para que le conceda un crédito: tiene la idea de comprar un camión para repartir leche, que de algo tiene que vivir. Y claro, Benítez ni le contestó. Y esto está en sus diarios: una tarde sale al jardín Muñeca, su hermana, y lo ve a su hermano maldito, paseándose de un lado para el otro en esos cinco metros cuadrados que hay entre el cobertizo y la casa. Aquí la foto: la hermana le pregunta de qué le vale ahora todo lo que estudió, todo lo que sabe. Y él anotó en su diario: “No supe qué contestar.”
Castellani, el maldito, de mal humor. Sigue con los insomnios, no puede dormir. La pasa mal de día, la pasa mal de noche.
Los amigos lo han abandonado, todos sus amigos jesuitas, casi todos sus amigos curas, todos los nacionalistas, salvo Federico Ibarguren y Ernesto Palacio. Con el tiempo hará migas con otros, el cura Améndola, Fermín Chávez, Ángel Vergara del Carril, el Padre Sánchez Abelenda, el joven Pancho Bosch, Tomás Richards, Margarita Quantín y algunos pocos más. Pero eso, lentamente, a lo largo de largos y pesadillescos años.
Graffigna.
Y aquí no me quiero insolentar, ni convertirme en un amigo más de Job, ni parecerme a ésos que le escribían “cartas prepotentes”, con “consuelos” falsarios del tipo “padezca, que eso le hará bien si se resigna”, etcétera―pero digamos las cosas como son. Esta distinción que hacemos todos, ¿no?, que cuando las cosas nos caen bien, decimos “Dios lo quiere” y cuando nos caen mal, “Dios lo permite”…
En último término, ¿quién es el culpable de todo esto?
Dios, claro. Dios le quitó a Castellani, la salud y el sueño, las cátedras y el ministerio sacerdotal, el buen nombre y el prestigio, la compañía de buenos amigos y la posibilidad de hacer fructificar su genial talento.
Hay un texto de Taulero acerca de esto: de cómo promediando los cuarenta años de edad, a menudo aparece Dios y te rompe toda la casa. Recurre a la imagen de la dracma perdida, cómo la mujer revuelve toda la casa a la búsqueda de esa moneda. Y dice que Dios nos revuelve todo nuestro interior hasta que encuentra la dracma perdida, que es la verdadera interioridad, el verdadero corazón del hombre, el centro de la personalidad por Él creada, libre de polvo y paja, tal como Él la pensó y la quiso.
Porque ahora Castellani no es más que Castellani, sólo, con el corazón contrito, pobre, desahuciado, desprestigiado, desolado, sin esperanza alguna en este mundo, deprimido, desguarecido, desfigurado: no hay apariencia de belleza en él.
Y sigue de malhumor, qué quieren que les diga a ustedes.
Entonces sucede el milagro, tal como lo predice Taulero. Había tenido un compañero de colegio al que no veía desde hacía más de treinta años. Se trata de Santiago Graffigna, el sanjuanino de la famosa bodega. Lo que sigue ha sido contado por una nieta, monja dominica que relató el sucedido que ella había oído por tradición familiar.
Graffigna se había enterado de las peripecias sufridas por su compañero de colegio a través de los diarios, sabía poco sobre su suerte pues vivía en San Juan, y estaba preocupado con todo lo que oía. El asunto es que que en 1950 resolvió ir a Roma para el Año Santo y resolvió confesarse con el famoso Padre Pío. Al terminar la confesión le preguntó al famoso confesor: “¿Qué debo pensar sobre el P. Castellani?” Y el Padre Pío le respondió: “El Padre Castellani es un santo y hay que ayudarlo.”
De regreso al país, fue a verlo y acordaron la publicación en el diario del sanjuanino, “El Tribuno”, de una columna semanal en la que Castellani comentaría las lecturas del evangelio correspondientes a cada domingo. Graffigna le pagaría como a cualquier periodista y de allí salió el primer libro sobre Dios de nuestro autor: “El Evangelio de Jesucristo”, libro luminoso, espléndido, brillante, genial en donde Castellani despliega todo su genio, su erudición, su humor, su incisiva percepción de la realidad, su talento para ponerlo en negro sobre blanco.
Y con eso arrancará una serie de libros sobre Dios, no ya sobre los hombres. “Las Parábolas de Cristo”, “Cristo ¿vuelve o no vuelve?”, “El Apocalipsis”, “Los Papeles de Benjamín Benavídes”, “El Ruiseñor Fusilado” y muchos, muchos más.
Y así es que el viejo hucha, el ermitaño urbano que mazca rabias en un departamento de la calle Caseros durante treinta años, produjo y le regaló a la Argentina una veintena de libros sin par, dos novelas fantásticas (Juan XXIV y Su Majestad Dulcinea”) además de la mejor revista que jamás se haya hecho en este ingrato país.
¿Y ustedes creen que el Padre Pío lo conocía al Padre Castellani? No hay la menor posibilidad. Pero lo conocía a Dios.
Y Dios lo conocía a Castellani. Y permitió que padeciera tribulaciones sin par. Y quiso hacer de él un profeta para la Argentina.
Y que todos nosotros nos beneficiáramos de su obra.
La obra de Dios.
El profeta.
Ahora, cualquiera que conozca mínimamente las Escrituras sabe que todos los profetas, absolutamente todos, son tipos difíciles, que vaticinan cosas que nadie quiere oír, que padecen persecuciones y toda clase de tribulaciones por decirlas a los cuatro vientos, que la pasan mal, que son desoídos, que terminan, como dice Newman, desilusionados.
Todos.
Y así, el 11 de octubre de 1962, año especialmente malo para Castellani, en la solemne apertura del Concilio, cuando arrancaba lo que se anticipaba sería “la primavera de la Iglesia”, el Papa Juan XXIII dijo lo que sigue:
De cuando en cuando llegan a Nuestro oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida.
Insinuaciones que hieren los oídos del Papa. Esto parece raro. ¿A qué querrá referirse?
Estas personas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas ha ido empeorando…
Bueno, Su Santidad, qué sé yo, a fe mía… pero el Papa continúa.
Se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida, y como si en tiempos de los precedentes Concilio Ecuménicos todo hubiese procedido con un triunfo absoluto de la doctrina y de la vida cristiana, y de la justa libertad de la Iglesia.
Como ven, la imprecisión que sería la nota distintiva de los documentos de este bendito Concilio torna imperioso hacer toda clase de distinciones, pero claro, no es aquí donde las haremos. Pero el Papa continúa y va a identificar a estos personajes siniestros que hacen insinuaciones que “hieren sus oídos”:
Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, expertos en anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos fuera inminente.
Et voilà! Con estas palabras se inaugura la famosa “primavera de la Iglesia” y la larga serie de calamidades que se sucedieron en los últimos cincuenta años y cuyo inventario espero me sepan dispensar.
¿Pero quiénes serían estos profetas de calamidades? En 1962 Bouyer abrigaba grandes esperanzas, Ratzinger era demasiado joven, Von Hildebrand y Bruckberger no habían dicho esta boca es mía. Lefebvre mismo todavía no había dicho nada. ¿A quiénes se refería el Papa? ¿A Ottaviani y Bacci? Sí, eran conservadores pero nada apocalípticos y tampoco creo que por entonces tampoco hayan ventilado sus aprehensiones.
“Como si el fin de los tiempos fuera inminente” es expresión especialmente desafortunada, puesto que Cristo repite una y otra vez que volverá “pronto” y es, como lo explica Newman (y con él, todos los Padres) lo que todo cristiano, en cualquier tiempo, en todas las generaciones, debe esperar. Y si no, quitemos el Apocalipsis de entre los libros canónicos.
Yo creo que Castellani ni se enteró de esta alocución y estoy seguro que el Papa gloriosamente reinante no tenía la menor idea de quién era Castellani, aquel que hizo un agudísimo diagnóstico del estado de la Iglesia antes del Concilio y que sabía perfectamente que aquellos polvos engendrarían estos lodos, este perfecto pantano en que se ha convertido Nuestra Santa Iglesia Católica.
Sí, sin duda, Castellani era el profeta de todas estas calamidades.
La pasó mal por decirlo, quisieron hacerlo callar, casi lo logran.
Como le escribió a Mons. Plaza:
Todo el mundo sabe que tengo razón, incluso V.E. Y todo el mundo sabe que nadie me la va a dar, incluso yo.
Ja. Era un tipo difícil, creía inminente el fin de los tiempos y nos previno de la Gran Calamidad por venir, a nosotros, los fieles de los países del Plata, desde su ignominia, noche oscura y destierro.
Y es parte no pequeña de la Gran Calamidad, que todavía, cincuenta, sesenta años después, aún no se le preste la debida atención.
Sebastián Randle
1 comentario:
De nada, aunque el agradecimiento debe dirigirse exclusivamente al autor.
Publicar un comentario