por Sebastián Randle.
Voy a empezar con algo medio de cajón, por si
alguno de ustedes todavía no se enteró: Castellani constituye uno de los dones
más grandes que Dios le regaló a la Argentina: él es sencillamente, la
inteligencia más lúcida, el sacerdote más fiel, el argentino más patriótico, el
poeta más enamorado, el escritor más brillante que este país jamás pudo tener.
El hecho de que eso no se reconozca públicamente, que algunos de ustedes ni
siquiera sepan quién fue él, habla a las claras del estado de la Argentina
actual: un país que no sabe reconocer a sus verdaderos próceres, a sus
verdaderos “Padres” (y de ahí viene la palabra “patria”) está al borde de la
disolución… como si dijéramos que ya ni merece llamarse país. Y si no se
reconocen a los verdaderos próceres, tendremos muchas avenidas “Néstor
Kirchner” y plazas “Raúl Alfonsín”.
Por eso, esta charla se inscribe en un
esfuerzo por frenar un poco la decadencia de la Argentina.
Ahora, así como Castellani es un gigante, se
pueden tocar infinidad de temas relacionados con él, o tratados por él. Pero
hoy me detendré solamente en un aspecto de él. Hemos intitulado esta charla
pensando en las palabras de Poncio Pilato, cuando, después que hubiese sido
pospuesto a Barrabás, después de haberlo mandado a flagelar, presenta ante la
plebe que esperaba fuera del pretorio, a un Cristo sucio, humillado, coronado
de espinas, sanguinolento, vestido como un rey de pacotilla, diciendo “Ecce Homo”, que en latín quiere decir
“He aquí el hombre”.
El Hijo del Hombre, todo un hombre, el hombre
más humano que jamás haya pisado esta tierra y que, como dice San Pedro tiempo
después, “pasó haciendo el bien”.
Pues bien, Castellani, sacerdote de Cristo e
imitador de Cristo, también se destacó por su hombría. De modo que aquí querría
yo destacar la virilidad de Castellani, su indiscutible masculinidad y si me
apuran, su heterosexualidad. Con sólo computar su apariencia, por ejemplo,
cuando apareció en Bs. As. ordenado de cura jesuita, allá por 1935, nos vamos
dando cuenta de lo que quiero señalar: era un tipo fuera de lo común, alto,
pintón, que se tenía derecho, con voz carrasposa, vistiendo una sotana sujetada
por un cinturón de policía, con pipa y boina, signos todos de indudable
masculinidad.
Este será un tema menor, me dirán, pero a eso
yo contestaría que en los tiempos que corren y con las cosas que están pasando
en la Iglesia y que tenemos ante la vista, todo esto parecería cobrar más y más
importancia.
Y aquí una anécdota: una vez, fuimos con mi
mujer a visitar a mis hermanas carmelitas descalzas (son dos, y están en el
Carmelo de Santa Fe), y nos preguntaron si los chicos nuestros iban a misa. Mi
mujer, madre de trece hijos, en medio de una inmensa batalla por sacarlos
buenos, contestó: “Miren, yo estoy deslomándome para que los varones sean
varones y las mujeres, mujeres. Y con eso ya tengo bastante”. La cosa le salió
bastante bien como que se casaron 10 de los 13 y ahora tenemos una punta de
nietos…
Por supuesto, no negaré la importancia del
precepto dominical, pero mi mujer tenía un punto: como le gustaba repetir a
C.S. Lewis, no va lo más alto sin lo más bajo, y así, antes de ir a misa, es
más importante que los nenes sean nenes y las nenas, nenas, no sé si me siguen.
Nosotros procedemos de una civilización, la
gran civilización occidental y cristiana en la que este tipo de cosas eran tan
de cajón que prácticamente ni se mencionaban y creo que es por eso que nos
hemos demorado un tanto en reconocer este fenómeno de emputecimiento de la
sociedad en todos sus niveles (a pesar de que Spengler lo había pronosticado
clarísimamente en el último capítulo de su Decadencia
de Occidente). Yo mismo he ido tomando conciencia lentamente de todo esto a
lo largo de muchos años. Y nunca pensé que esta peste afectaría a tantos curas,
obispos y hasta cardenales.
¿Esto? Sí, porque además de todo, resulta que existe
una suerte de sinonimia entre la buena doctrina y la virilidad; tanto como que
la mala doctrina parece inclinar a la gente a adoptar poses, gestos y tics de
todo tipo que son, ¿qué diré yo?, edulcorados, amanerados (en los ’70
llamábamos “pasteleros” a los progres de entonces).
En su lamentablemente olvidada “Carta abierta
a Jesucristo”, el gran Bruckberger supo formular esto mismo, me parece, con
mayor precisión y referido a los curas de su tiempo, también allá por los años
‘70:
Las
contorsiones intelectuales—que se manifiestan por otra parte en las miradas,
las voces, los rostros y hasta en el andar y el comportamiento físico—a las que
es necesario acomodarse constantemente para llegar a justificar esta doble
actitud, la de servir al mundo pretendiendo seguir siéndote fiel, a Ti que no
has querido rezar por este mundo, ésa sí es tarea ardua de la que se sale cada
día más descoyuntado y como molido a golpes.
Es
lo que les da a menudo a los curas esa apariencia tan particular que suscita
alrededor de ellos tanta instintiva desconfianza. Hablo sobre todo de los curas
de Europa occidental, y particularmente del mundo latino. Los Estados Unidos,
por ejemplo, están menos contaminados por esta lepra. Los jóvenes sacerdotes
con quienes yo vivía en Chicago tenían más bien aspecto de boxeadores. Es más
tranquilizador.
En efecto, y por eso, yo insistiría en esto de
que en el verdadero cristianismo, en el de los apóstoles y el de los mártires
por ejemplo, brilla una suerte de inconfundible virilidad, cosa que se ve en cómo
encaran la vida interior, con ayunos y penitencias, cómo enfrentaban a las
autoridades paganas, cómo le hablaban a los emperadores, como enfrentan la
tortura y la muerte. Newman pone como ejemplo, entre centenares de otros, el
caso de San Ignacio de Antioquía:
Se cuenta que cuando compareció ante Trajano,
este exclamó: “¿Quién eres, pobre diablo, que tanto te empeñas en transgredir
nuestras leyes?”. “Ese no es ningún nombre”, contestó Ignacio, “para designar a
Teóforo”. “¿Quién es Teóforo?” preguntó el emperador. “Aquel que lleva a Cristo
en su pecho”. En palabras del Apóstol, ya citadas, tenía a Cristo dentro suyo,
“la esperanza de la gloria” (Col. I:27).
Y es contraparte, claro está, de la femeneidad
de las cristianas, eso que les hacía exclamar a los paganos respecto de
Felicidad y Perpetua, por ejemplo: “¡Qué mujeres se encuentran entre los cristianos!”.
Ahora, en los terribles tiempos que nos tocan
vivir, vemos cómo hay un inmenso esfuerzo por borrar las diferencias de sexo, sosteniendo
que es una cuestión puramente cultural, negando la biología misma y llegando
incluso a afectar el lenguaje para sus diabólicos propósitos. No creo necesario
abundar en algo que todos tenemos ante la vista.
Pero en lo que sí podríamos abundar es en la
heterosexualidad, en la virilidad de nuestros mayores. Ahora me da por pensar
en el P. Alberto Ezcurra, por ejemplo, cuyo solo vozarrón bastaba para despejar
cualquier duda sobre el particular.
¿Y bien? Castellani fue uno de ellos, uno de
nuestros mayores de incontestable masculinidad, de una virilidad que se
manifestaba clarísimamente también en su temperamento, en su carácter, en su
humor y estilo literario y, sobre todo, en cómo llevaba su celibato.
Castellani reflexionó largamente sobre este
asunto, en páginas que no tienen precio (por ejemplo en un capítulo de su
novela Juan XXIII-XXIV) y no nos deja
duda alguna que, si bien siempre le fue fiel a su celibato, fue una cosa que le
costó y mucho (a Pancho Bosch le dijo una vez que se sentía “un solterón”).
Porque igualmente, él, con característica franqueza, no nos dejó duda de que le
gustaban las mujeres (como a cualquier hombre de bien), por mucho que eso no
afectaba su notable castidad que es, como ha escrito Jorge Ferro no hace tanto,
reflejo de la virilidad.
Eso Castellani lo entendía perfectamente:
Don
Juan Tenorio… es un varón poco desarrollado; el doctor Marañón lo clasifica
incluso entre los “feminoides”. Por eso entiende tan rápidamente a las mujeres
en lo superficial; porque es amujerado. Para el hombre muy varonil, la mujer es
un misterio profundo y respetable.
Todo esto, su amor a las mujeres, su
discreción cuando trata con ellas, su viril castidad, se manifiesta en muchas
de sus poesías y en algunas de sus novelas donde puede expresarse más o menos
crípticamente para no escandalizar a la “pseudopudibundez” de la sociedad porteña
(la expresión es de Gálvez) de los años ’40 o ’50, digamos.
Por ejemplo, en el formidable capítulo VII de Su majestad Dulcinea (que se intitula
“Yo me enamoré del aire”), hay un diálogo entre el cura loco que está manejando
un avión (y que es un Castellani apenas disfrazado) y Edmundo, un converso
suyo, acerca de Dulcinea, a la que habían ocultado en la mismísima Casa Rosada.
El cura mientras pilotea el avión, justifica
la maniobra que habían hecho:
-¿Qué mejor oculta una liebre que disfrazada
de lebrel? Dulcita inventó el ardid, ella entró en la Casa Rosada antes que yo…
-Temeridad. Usté no debió consentirlo. Con su
hermosura…
-Con raparse el pelo y deformarse la quijada,
su hermosura… He aquí lo que vuelve loco Edmundo. La hermosura es apariencia.
Yo me enamoré del aire… / Del aire de una mujer, / Como la mujer es aire, / En
el aire me quedé…
-Usted se quedará en el aire si sigue
manejando así… Es la cosa más sólida que existe, todo lo demás es apariencia.
Usté diría que la Novena Sinfonía de Beethoven es aire.
-El amor es ciego—dijo el cura—. Mujeres
quiere decir lío. / Quiere decir lío no ve. / Y enredos y cuentos del tío, / Lo
menos de diez veces, nueve.
Los non-séquitur
apenas si disfrazan lo que realmente están diciendo: están hablando de la belleza
de la mujer y cómo eso enamora al hombre. No hay dudas, a Castellani le
interesan las mujeres (y habría estado de acuerdo con Homero, que la belleza es
la areté de la mujer) y habla mucho
de ellas, poéticamente las más de la veces, como corresponde a todo varón bien
plantado. Pero en prosa también: hay una muestra linda de lo que digo en “Un
cuento de duendes” (de Martita Ofelia y
otros cuentos de fantasmas). Allí Castellani recrea una conversación en un
tren con una mujer en el que el protagonista le dedica el siguiente párrafo:
Señorita,
usted no parece linda, pero tiene una belleza secreta que aparece sólo cuando
usted se anima, se enoja o se entusiasma. Usted tiene labios raspados, cara
colorada y pecosa, ojos chicos y es más bien petisa; pero cuando usted se
conmueve, cuando se siente querida, o al menos atendida, brota un espíritu de
adentro que la transfigura, se le cambia el rostro, parece un ángel lleno de
dignidad y de gracia reprimida…
Digan si este texto no demuestra lo que digo:
de Castellani digan lo que quieran, menos que era maricón…
Y en estos términos, yo creo que esta es una
de las razones por la que interpreta perfectamente (como a osadas lo hace
también Bruckberger) la relación amorosa entre María Magdalena y Nuestro Señor,
tema manido y remanido, y que se ha intentado ensuciar una y otra vez, en
novelas, ensayos y en el cine. Pero no se puede:
Quizá les cante algún día
Désa santa pecadora-
Tres mujeres mi alma adora y
la primera fue ésa
y después Santa Teresa
y arriba Nuestra Señora.
Sobre María Magdalena, Castellani escribió y
mucho (recomiendo en particular la “Parábola de los deudores” en Las Parábolas de Cristo), donde, entre
otras cosas sostiene que la mujer sorprendida en adulterio es la mismísima
Magdalena,
Una
mujer apasionada, corajuda y altiva…; y Cristo aparece haciendo la hazaña
típica del caballero, que es salvar a una mujer.
Y en El
Evangelio de Jesucristo abunda sobre este particular.
Cristo
se dio el lujo de salvar a una mujer, que es la hazaña por antonomasia del
caballero; no sólo salvarle la vida, como San Jorge o Sir Galaad, sino
restablecerla en su honor y restituirla perdonado y honorada a su casa, con un
nuevo honor que solamente Él pudiera dar. En la caballería occidental, los dos
hechos esenciales del caballero son combatir hasta la muerte por la justicia y
salvar a una mujer: “defender a las mujeres / y no reñir sin motivo” que dice
Calderón… Cristo hizo los dos; y siendo Él lo más alto que existe, su “dama”
tuvo que ser lo más bajo que existe; porque sólo Dios puede levantar lo más
bajo hasta la mayor altura; que es Él mismo.
Castellani hace una continua reflexión sobre
el misterio de la mujer, y eso se refleja incluso en su muy particular sentido
del humor. Allá por los ’40 tenía una columna en la revista Criterio que era muy divertida, y en una de sus entradas
encontramos que escribe lo que sigue:
Un
psicólogo ha observado que las niñas hablan antes que los niños. Y después
también.
Hablando de psicología, Castellani hace más de
setenta años atrás se dedicó a este asunto de la educación de los seminaristas
y por supuesto que nadie le hizo caso, nunca. Pero del texto que les quiero
citar, también se desprende que él tenía perfectamente en claro cuán importante
es la faz emotiva y sentimental de los seminaristas, cosas del corazón, cosas a
la que hay que dirigirse si se quiere sacar curas… ¿qué diré yo?... viriles,
por lo menos.
La
educación de los sentimientos es sumamente importante; y ¡oh Dios mío! Cómo
está de ausente o descuidada en la escuela pública, empezando por el Seminario.
Cuando fui profesor del Seminario quise dar 5 conferencias sobre la educación
de los sentimientos (por lo mismo que yo me sentía un ineducado en ellos) y el
Rector oyó la primera y no me dejó seguir; todavía conservo los papeles. Claro
que es fácil querer reformar el mundo sin reformarse a sí mismo primero; pero
en fin, las conclusiones de mis conferencias eran ciertas y conformes a la
ciencia psicológica.
Eran
siete conclusiones, que son aplicables a todo el mundo:
1.- El seminarista necesita una fuerte
educación intelectual; si es casa de estudios que se estudie.
2.- El seminarista necesita educación
artística: el arte es uno de los caminos más obvios de la “sublimación de los
instintos”.
3.- El seminarista necesita aprender a
hablar en público: la oratoria es un arte, arte necesario al sacerdote.
4.- El seminarista necesita teatro: para
aprender oratoria y para expresar las emociones, que es la manera de educarlas.
5.- El seminarista necesita vida
familiar.
6.- El seminarista necesita menos
meditaciones y más liturgia, menos disciplina farisaica y más comunicación con
el “staff” del seminario; menos piedad palabrera y sentimentaloide y más obras
de misericordia corporales.
Es
un buen programa de “educación de los sentimientos” (que no es educación
sentimental) que se resume en definitiva en estos sencillos principios
psicológicos:
1.-
Para sentir bien, lo primero es pensar bien; los sentimientos son pasiones
intelectualizadas.
2.-
Las expresiones de las emociones es el medio natural de la catarsis de las
emociones; si usted reprime demasiado la expresión de las emociones, los
instintos se repliegan sobre sí mismos.
3.-
La sublimación no se produce si los dos términos que han de unirse están
demasiado lejos; por ejemplo, con pura devoción a la Virgen, y sin deportes,
amor a la familia, amistad fraterna, poesía y trabajo, no formará usted la
castidad, necesaria al sacerdote. Aparecerá Mazzolo; y si no se repara los de
Mazzolo, no se destruye la imagen de Mazzolo, aparecerá otro Mazzolo. Nada lo
impide: el amor al Ser Absoluto SOLO no impide a Mazzolo.
Y
el amor al Ser Absoluto, el amor al Ser Absoluto, el amor al ser absoluto…
necesita fundamentarse sobre otra cantidad de amores para ser simplemente
posible; el amor al Ser Absoluto solo, es falsificado.
Las conferencias de Castellani serían
sensacionales, pero, como acabamos de oír, el Rector de Devoto oyó la primera,
“y no lo dejó seguir”. Es que Castellani, por ser como él era, y los demás
curas por ser como eran… pues muy pronto se encontraron en guerra.
Ahora, él, como todo cristiano ortodoxo, no
podía concebir la vida cristiana sino en términos de milicia, en términos
militares, porque como dijo Job alguna vez, “milicia es la vida del hombre
sobre la tierra”. En estos tiempos post Vaticano II, donde todo es paz, paz (y
no hay paz), donde todo es diálogo, acompañamiento, ternura y no sé yo qué más,
se ha olvidado esto que digo, y la mayoría de los cristianos han olvidado que
la castidad sólo se consigue peleando (y, como decía San Felipe Neri, "en
este combate los valientes huyen"). Han olvidado que el señorío sólo se
obtiene con la cabeza fría y el corazón caliente, que la mansedumbre se
conquista a fuerza de palos, que la misericordia exige hacerse violencia
primero, y sobre todo, que el soldado es como el dios Jano, tiene dos caras:
una, hacia afuera, que es una cara de pocos amigos, dispuesto como está el
hombre cabal a matar en defensa de sus amores; pero la otra cara, la que mira
hacia adentro, esconde la ternura que siente por los suyos, las cosas que ama y
por las que pelea.
Así era Castellani. Él hablaba, predicaba y
escribía en el mismo registro de un San Pablo, por ejemplo, cuyo lenguaje resuena
hoy como una trompeta en un cuarto vacío. Como cuando se dirige a Timoteo,
después de recomendarle que “milite la buena milicia”:
Por
complacer al que lo alistó, ninguno que milita como soldado, se enreda en los
negocios de la vida. 2 Timoteo 2:3-4
Y
es que nos hemos olvidado que para ser buenos cristianos, antes que nada
tenemos que ser como buenos soldados, aguerridos, disciplinados, corajudos (y
las mujeres también, que, como decía Santa Teresa, “debemos andar como varonas”).
Y hablando de Teresa la Grande, tal vez deberíamos
recordar en los tiempos que corren aquella vieja copla de los de Ávila:
Todo buen avilés,
para la guerra, hábil es.
Y si para la guerra
hábil no es,
no es un buen avilés.
Castellani
era, por así decirlo, un buen avilés. En una poesía de juventud, había escrito:
Los santos fueron varones, ellos supieron
morir,
Hasta en las santas mujeres era un algo de
varón,
Y eso es lo que no ha sabido ni podía concebir
Una nación donde es libre tener o no religión.
Y
también sabía que la cobardía era una cosa muy, pero muy embromada. Fíjense si
no, ahora que se ve todo tan, tan clarito, sobre todo después de las denuncias
del ahora famoso Nuncio en Estados Unidos: un grupo de curas, obispos y
cardenales afeminados se agrupan—la mafia lavanda— y se imponen a todo el resto
de la jerarquía eclesiástica. Eso solo ha sido posible por la cobardía de la
mayoría y eso, como tenemos a la vista, es gravísimo. Castellani había visto
esto con toda claridad:
A
Jesucristo no le gustan los cobardes [...]
La
cobardía en un cristiano es un pecado serio, porque es señal de poca fe en
Cristo ("cobardes y hombres de poca fe") que ha dado sus pruebas de
que es un hombre "a quien el mar y los vientos obedecen"—dice el
evangelio de hoy—, con lo cual, por lo tanto, el miedo no es cosa bonita; ni
lícita siquiera. Julio César, en una ocasión parecida, no permitió a sus
compañeros que se asustaran. "¿Qué teméis? Lleváis a César y a su buena
estrella", les dijo.
Mucho
más Jesucristo, creador de las estrellas.
Claro
que Castellani no estaba postulando al fanfarrón porteño, al pendenciero que
incluso puede incurrir en temeridad. No, él sabía perfectamente que
La
virtud de la Valentía no supone no tener miedo; al revés; supone un supremo
miedo al último y definitivo mal, y el miedo menor a los males de esta vida
captados en su realidad real; de acuerdo a la palabra de Cristo: “No temáis tanto a los que pueden quitar la
vida del cuerpo; temed más al que puede condenar cuerpo y alma para siempre”.
Eso
está en Santo Tomás, el ordo timoris, esto
de que hay que jerarquizar los temores, temiendo más lo que es más temible (el
infierno, por ejemplo) y temiendo menos lo que es menos temible, (por ejemplo
perder las ventajas y prerrogativas de una carrera eclesiástica).
Ahora,
como sabe cualquiera que sepa algo de Castellani, a él sus superiores de la
Compañía de Jesús, y luego todos los
obispos argentinos (con la excepción quizás de uno solo), lo hicieron pelota,
lo persiguieron de muy distintas maneras durante casi medio siglo. Y él pagó
muy caro por enfrentar a estos, sus superiores.
Para
eso sí que hay que tener coraje. Porque no hay peor astilla que la del propio
palo:
Les
voy a decir una cosa que más valiera callarla—que son las que hay que decir.
Todos los golpes mortíferos… los he recibido dentro de casa. Ningún judío me
hizo nunca ningún mal, ningún liberal me hizo nunca ningún mal, ningún masón me
hizo ningún mal, ningún mormón, ningún radical del pueblo, ningún perduelis,
ningún espiritista, ningún psicanalista, ningún vendepatria, ningún estafador,
ningún politiquero, ningún cipayo, ningún nazi, ningún malvinero, ningún escruchante,
ninguna señora gorda, ningún “hippie”, ningún loco, ningún poeta modernista,
ningún loquitor de Radio, ningún
mahometano, ningún comerciante, ningún economista me han hecho nunca ningún
mal.
Si
alguno ha tirado a matarme, como si dijéramos, ha sido un hermano no-separado;
uno de los de “la estirpe electa, la gente santa, el sacerdocio reyal”, que
dice San Pedro. El portero del cielo está viejo y un poco fuera de la buena
información, quizás.
Tomá mate. Claro, se podría decir por otra
parte, que él eligió a sus enemigos
en la convicción de que había que empezar por limpiar la casa, antes de salir a
convertir a los paganos, que había que empezar a “cristianar a los cristianos”,
como él decía. Y así, comienza por los jesuitas de su tiempo:
Hay
religiosos que tienen un gran miedo a las mujeres y ningún miedo a los cargos y
dignidades; que se atufarían de estar a solas con una mujer, pero no temen
manejar en el mayor secreto, escondiéndolos a todos, los recursos de la casa;
que se confesarían de haber tocado con los dedos un cuerpo femenino pero que
zambullen los brazos con gozo en negocios y traficaciones, que por lo demás,
por justo juicio de Dios, casi siempre les salen mal.
Esto está sacado de sus por entonces famosas
“Cartas Provinciales” que hizo circular entre los novicios y curas de la
Compañía, creando un escándalo que no te digo nada. Por ejemplo, cuando se
refiere al voto de castidad:
Oh
Dios, ¿diré yo que soy casto? En verdad soy continente; pero yo no diré de mí
mismo que soy casto. Y aunque jamás he conocido la mujer, por voluntad de Dios
más bien que mía; yo no diré jamás que soy virgen.
Yo
diré que soy un niño, llena la cabeza de juegos y de imágenes volanderas.
Imágenes risueñas o terribles, todas pasajeras imágenes divinas. Y diré que soy
un viejo, viendo detrás de esa forma de guitarra de las mujeres («las
hinchaditas delante -y redonditas por todo», como dijo el poeta) un alma que
está escondida, que sufre o va a sufrir. Y que se pierde. Un alma como la mía.
Oh
Dios, yo te pido la castidad esencial, la castidad de los que se ríen de la
castidad y dicen: «¿Qué es la castidad?»
Yo
te pido la castidad de los corazones llenos, que aman de tal modo que no tienen
tiempo para nada y se ríen y dicen: «¿A quién se le ocurre que yo engendre
hijos?». ¿Y qué tengo que hacer yo con esa carne de hospital? ¿Por ventura para
éso sólo creó Dios la hermosura? ¿Y qué derecho tengo yo a la delicia mayor y
al tesoro mayor que existe, en este gran sanatorio lleno de pobres y doloridos?
Yo soy pobre. Yo no quiero tener una cosa que no tuvo Jesucristo ni la Niña de
la Maternidad Parthenogénica, que fueron pobres.
¿Diré
yo que soy casto? Yo diré solamente que soy pobre.
Pero
¿renunciaré yo a la maternidad? ¡Ah! Yo no puedo renunciar a la maternidad, a
la preñez pesada y deforme. No puedo renunciar al imperativo de maternidad que
he concebido leyendo las vidas de los que murieron por otros. De los que en
este mundo se hacen matar, que son siempre los mismos. La maternidad del
padrazo Santa Teresa, del madrecito San Juan de la Cruz, del Paíguazú Roque
González.
Yo
no puedo renunciar a la maternidad que hay en mí, violenta y perentoria,
semejante a los dolores de la mujer que espera.
Como ven, aquí Castellani ataca frontalmente a
los jesuitas poseídos por el maniqueísmo, aquellos que despreciaban a la mujer,
creyendo que con eso tributaban loas a su celibato. Pero, claro, él era
demasiado varonil para no detectar las taras que había en eso, y por eso,
tampoco se iba a privar del retrato de los fariseos contemporáneos, de los que
distorsionan toda su vida moral a fuerza de observar con frialdad preceptos
exteriores, en detrimento de la caridad.
¿Quién
negará que existen de hecho esos tipos que el P. Lloberola llamaba con gracia
«los solterones de la gloria de Dios»? V.R. los conoce:
Cautelosos
como gatos, fríos como culebras, reservados como crustáceos, incapaces de
efusión cordial y de verdadera amistad, acomodaticios, hinchados de una ciencia
egoísta, duros, incomprensivos, preocupados de su salud y de sus ventajas,
calculadores, insensibles, poco humanos, gazmoños, enemigos de la grandeza,
amargos, antipáticos, temerosos del hombre y de lo humano, racionalistas,
ingenerosos, replegados sobre sí mismos, infecundos, desmadrados, estériles,
gélidos, autómatas, censuradores del prójimo, entristecidos, retrancados,
negativistas, prudentes al exceso, susceptibles, reptores, maestros helados que
muestran al mundo una imagen repelente del Divino Maestro...
Se podrá quizás impugnar a Castellani en
términos de prudencia, por escribirle así al Provincial de la Compañía y luego…
¡publicar semejante carta! Pero de lo que no se lo puede acusar es de falta de
masculinidad, de falta de virilidad, de falta de coraje. Y a fe mía, hubiésemos
tenido más tipos como él, como Castellani, con ese expresarse lleno de parrhesía, o si sólo le hubiesen hecho
un poquito de caso, nos habríamos ahorrado la catástrofe moral y espiritual de
la Iglesia argentina que medio siglo después se despliega de modo patente ante
nuestros ojos.
En
medio del camino de mi vida, la Iglesia, a la cual había estado sirviendo bien
o mal y amando —sí— tranquilamente, se me dio vuelta y me mostró una figura de
hiena, altro que Madre; la cual figura se me aparece de nuevo cada día que hay
viento norte.
Ecce homo,
este hombre, por ejemplo, no tenía el menor temor de enfrentar a sus superiores
y obispos y cardenales si a mano fuera. Y escribirles con característico humor,
como lo hace con el arzobispo de Buenos Aires:
Todo
el mundo sabe que tengo razón, incluso Vuestra Eminencia. Y todo el mundo sabe
que nadie me la va a dar, incluso yo.
Y
sabía, como hombre viril que era, indignarse si la ocasión así lo exigía:
El
hombre que no puede indignarse no es hombre, ni tampoco mujer: es un
cuitadillo. La recta indignación es el permanente motor del paladín: ella
presta y aumenta las fuerzas. La Ira desordenada es uno de los pecados
capitales; pero la Ira de suyo es una pasión natural, que como todas ellas
puede ser buena o mala según sea o no gobernada por la razón. Me gustaría verlo
a Illía iracundo algún día.
Y luego, es importante notar que Castellani
vio con toda claridad que los enemigos de Cristo eran los fariseos y que él lo
sabía perfectamente:
[Jesucristo]
vino a luchar contra todos los vicios, maldades y pecados; pero él
personalmente luchó contra el fariseísmo. Lo tomó por su cuenta. Ver los santos
evangelios. Empezó a quebrantar el farisaico Sábado, a olvidarse de las cuartas
o quintas abluciones, a tratar con los publicanos, perdonar a las prostitutas
arrepentidas; a curar en día de fiesta, a decir que escuchasen a los maestros
legales pero no los imitasen, a distinguir entre preceptos de Dios y preceptos
de hombres de Dios, a poner la misericordia y la justicia por encima de las
ceremonias, aun de las ceremonias de culto, y no del culto samaritano, sino del
verdadero; empezó a describir en parábolas más hermosas que la aurora el hondo
corazón vivo de la religiosidad, del reino de Dios que está dentro de nosotros,
y es espíritu, verdad y vida.
Lo
contradijeron, por supuesto; lo denigraron, calumniaron, acusaron,
tergiversaron, persiguieron, espiaron, reprendieron. Y entonces el sereno
recitador y magnífico poeta se irguió, y vieron que era todo un hombre. Recusó
las acusaciones, respondió a los reproches, confundió a los sofisticantes con
cinglantes réplicas. Y haciéndose la polémica más viva cada vez, con unos
enemigos que contra él lo podían todo, se agigantó el joven Rabbí
magníficamente hasta el cuerpo-a-cuerpo, la imprecación y la fusta.
En esto, Castellani siguió fielmente los pasos
de su Señor; también él se enfrentó con los fariseos de su tiempo, los magnates
eclesiásticos que reconocieron inmediatamente en la honestidad y franqueza de
Castellani a un enemigo que había que suprimir. Y eso, claro está, eso metía
miedo, como que tenían el poder para reducirlo a nada:
Yo
le envidio a Jesucristo el coraje que tuvo para luchar contra los fariseos. Yo,
excepto en un solo caso, cada vez que me topé con un fariseo grande, me he
quedado alelado y yerto, como un estúpido; es decir, estupefacto.
Y
en efecto, lo redujeron a casi nada. Después de dos años de torturas sin fin en
un convento en Cataluña, del que finalmente se escapó, lo expulsaron de la
Compañía, lo suspendieron “a divinis” (lo que equivalía de desfrailarlo) y esos
castigos duraron casi 20 años. En carta a Federico Ibarguren, Castellani le
contaba:
He aprendido en mi vida, bien,
como el que más, tres oficios, sacerdote, profesor y escritor; y este país no
me deja ejercitar ninguno; máxima humillación para un hombre de corazón, tener
que mendigar pudiendo trabajar. Trabajo igual; y trabajando igual, al máximo de
mis facultades, no gano para comer.
Las
humillaciones que sufrió Castellani son incontables, había quedado reducido a
la mendicidad. En un tiempo, se fue a vivir a Reconquista, a casa de su hermana,
“Muñe”, que tampoco era rica, pero que por lo menos le proporcionaría techo y
comida. El techo era el cuarto de herramientas, al fondo del rancho. Pues
resulta que una tarde de verano, Castellani se paseaba por el jardincito que
separaba el cuarto de herramientas del rancho de su hermana, cuando esta salió
y le dijo algo como (cito de memoria):
“¿Y? Todo eso que estudiaste,
todo eso que sabés… ¿de qué te sirve ahora?”
Yo
sé de esto, porque Castellani lo registró en uno de sus famosos diarios. Y a
continuación anotó: “No supe que contestar”.
Muerto
de calor en el cuartito de herramientas con techo de chapa en el verano de
Reconquista, ¡Dios mío!, su biblioteca desparramada, con diabetes, sin plata,
sin oficio, insomne, objeto de calumnias de todo tipo (que desobediente, que
había andado con mujeres, que era nazi), sin amigos que lo consolaran, con
parientes que lo menospreciaban, sin futuro… Castellani era prácticamente un
desecho de hombre. Nos recuerda la descripción que hizo el profeta Isaías en su
famoso protoevangelio, contemplando desde lejos al Cristo en su pasión, al Ecce Homo:
He aquí que mi Siervo
está lleno de sabiduría,
será grande, excelso
y ensalzado sobremanera.
Pero muchos se pasmarán de él
—tan desfigurado está,
su aspecto ya no es de hombre…
No tiene apariencia ni belleza
Para atraer nuestras miradas,
ni aspecto para que nos agrade.
Es un hombre despreciado,
el desecho de los hombres. (Is. 52:13-14; 53:2-3).
De manera que sí, se lo puede poner a
Castellani al lado del Ecce Homo, Nuestro
Señor Jesucristo exhibido como trofeo por Poncio Pilatos, traicionado por
Judas, negado por Pedro, vestido de payaso, ensangrentado, escupido, objeto de
cachetadas, objeto de befa, flagelado, coronado de espinas, relegado ante
Barrabás, condenado a morir crucificado.
Castellani compartió buena parte de su suerte,
como lo contó él mismo, muchas veces. Y ciertamente, a él también se le pude
aplicar el título de Isaías: varón de
dolores y que sabe lo que es padecer porque eso ciertamente fue y eso
ciertamente le pasó.
Quizás la versión más conmovedora de sus
padecimientos estuviera en el capítulo IX de
Su Majestad Dulcinea, intitulado “El enfermo”:
Una vez había escrito:
"Dios está haciendo de mí una fábula viva". Pero una fábula tiene que
ser clara. ¿Cómo podría ser un signo una cosa que nadie veía, y él mismo no
comprendía? Dicen que hay hombres que son como signos de una época o de una sociedad
o de un pueblo… Pero ¿qué puede significar una palabra que no se puede oír?
¡Famosa lección, una lección inaudible! ¿Y él? ¿No la oía él acaso? No del
todo.
Un hombre solo no puede salvar
a una sociedad de la ruina; pero un hombre solo puede volverse una señal de que
una sociedad va a la ruina, pensó. ¿Cómo? Sufriendo primero la ruina que
amenaza a todos. Que él era una ruina era evidente; pero ¿quién lo sabía? Él
solo. Empezó a mirar como en un panorama la serie sucesiva de enormes
destrucciones que había sido su vida; y que eran su secreto, pues nadie fuera
de él podía saber "lo que hubiera podido ser", lo que él hubiera
podido y querido hacer. Miraba y derramaba interiormente amargas lágrimas, se
escandalizaba ante las destrucciones, se horripilaba, tenía frío y los pelos de
punta ante los escombros. Ut quid
perditio haec? Yo soy el Dios de la vida y no de la destrucción, dice la
Escritura. Pero esta destrucción secreta y para el solo gusto de los ojos del
Gran Destructor, parecía contradecir eso. Vio las destrucciones externas y las
más grandes internas que había recibido pasivamente y contra su voluntad y
consentimiento; y después lo más grave, la acción destructiva interiorizada en
él y vuelta esa extraña voluntad de aniquilamiento que esta noche se le había
develado claramente por primera vez, había irrumpido en él, y se había asentado
tranquilamente en toda su alma inmortal. ¿Para qué desperdicio tal? Las ruinas
de un castillo antiguo a la luz de la luna pueden producir poesía romántica;
pero por ejemplo tomar la Gioconda y la Cena de Leonardo da Vinci, y a
cuchilladas convertirlas en un montón de jirones, y después esconder los
jirones, eso no dejaba saldo alguno, ni siquiera el de espantarse de la
bestialidad del destructor... Esto que yo indico levemente no tiene casi nada
que ver con la patética y lacrimosa contemplación con que el enfermo recorría
la colección de ruinas que constituían su historia, de nadie fuera de él
conocida.
Pero ahora, sí, cincuenta, sesenta años
después, sí podemos conocer “la colección de ruinas que constituían su
historia” (sobre todo porque yo las documenté minuciosamente en mi voluminosa
biografía del cura). Sólo que con el beneficio de la retrospectiva también
resplandece “la colección de libros, sermones y ejemplos” que nos dejó él, el Ecce Homo del que venimos hablando, un
verdadero sacerdote de Cristo, crucificado con él, por cierto, pero ahora
reinando con Él, no tengan ustedes la menor duda, e intercediendo por nosotros
para que un día nos reunamos todos a celebrar la vida del sacerdote más santo,
más lúcido, más valiente, más gracioso, más consolador que los argentinos jamás
hayamos conocido.
Un don para la Argentina, de parte del Padre
de las luces, en quien no hay sombra de mudanza, y del cual desciende todo don
celeste.
Nada más.
* * *