El padre Leonardo Castellani fue una de las mejores cabezas con que contó la Argentina en el siglo XX. Teólogo, filósofo, poeta, novelista, ensayista, periodista, fabulista y alguna otra cosa que olvido, tuve el privilegio de conocerlo, atenderle algún asunto en el estudio jurídico que tuvimos con Santiago Estrada (h) y recibirlo para comer en casa un par de veces. Fue él, por otra parte, quien bautizó a mi hijo mayor, que también sería sacerdote.
Castellani actuaba con desenvoltura en público y era tímido en privado. Hasta que se sobreponía a su cortedad para transformarse en un contertulio interesantísimo. Fue en una de aquellas comidas cuando nos informó que algún Padre de la Iglesia había creído en la existencia de ángeles neutrales quienes, no habiéndose pronunciado durante la batalla entre San Miguel y Luzbel, tendrían una segunda oportunidad para hacerlo en el Juicio Final. Y que, hasta que llegue tal momento, serían seres que no pertenecen ni a este ni al otro mundo, manifestándose sus actividades en todos esos sucesos que carecen de explicación natural y que suelen atribuirse a duendes, hadas, elfos y geniecillos de diversa laya.
Supimos luego que dicha hipótesis finalmente había sido considerada heterodoxa por el Magisterio, ya que un espíritu puro -como son los ángeles- no estaría sujeto a dudas y sus decisiones no responderían a conclusiones obtenidas al final de un razonamiento discursivo.
También contó la historia que sigue, ciertamente siniestra. Años antes (la comida después de la cual el padre hizo esta narración debió tener lugar entre mediados de 1961 y mediados del 63), sus servicios sacerdotales fueron requeridos para administrar el viático a un enfermo que estaba internado en cierto manicomio de Buenos Aires, supongo que el de Vieytes porque no creo que hubiera otro en la ciudad.
Mientras disponían lo necesario para que el enfermo recibiera al cura, éste se paseaba por un largo pasillo, llevando la hostia contra su pecho, oculta bajo la sotana. De arriba abajo recorría Castellani el pasillo, al que daban sucesivas puertas, cerradas todas.
Y ocurrió que, cada vez que pasaba frente a una de esas puertas -cerrada- el interno que estaba detrás de ella sufría un acceso de furia, golpeándose contra las paredes mientras gritaba como un enajenado: ¡Te conozco, pan maldito!
Con relación al tema, nos comunicó asimismo que en Buenos Aires, según noticias que tenía, se realizaban misas negras. Cosa que por entonces no sólo nos horrorizó sino que nos pareció sorprendente, ya que cuesta creer que alguien, explícita y deliberadamente, rinda culto al demonio. Sin embargo, pasado el tiempo, uno vino a enterarse que eso no es tan raro, existiendo bandas de rock que interpretan piezas pródigas en invocaciones a Satanás, implícitas o explícitas.
De modo que no ha de extrañar que, en una ciudad tan moderna como Milán, que se alza en plena Comunidad Económica Europea, famosa por su teatro, la elegancia de sus tiendas y la calidad de sus automóviles, el arzobispo, no hace mucho, haya tenido que duplicar el número de exorcistas autorizados para actuar en casos de posesión diabólica, dado el aumento de los mismos en su diócesis.
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