Roberto Alifano
Escritor y periodista
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Nadie puede negar que el jesuita Leonardo
Castellani fue un hombre de la literatura. Nos dejó una obra digna de
ser frecuentada. La mayoría de esos textos, como sucede, ignorados por
el gran público lector. Desde Martita Ofelia y otros cuentos de fantasmas (1939) hasta Su majestad Dulcinea (1956), sus libros de ficción, pasando por su poesía, con títulos como El libro de las oraciones (1951) y La muerte de Martín Fierro (1953), hasta El evangelio de Jesucristo
(1957), uno de sus ensayos fundamentales, trabajo de investigación
religiosa que nos introduce en algunas cuestiones imprescindibles para
la correcta comprensión de la Palabra, donde las fechas, los
apócrifos, el canon, los cuatro evangelistas, la cuestión sinóptica, la
autocrítica escrita y su autenticidad, lo muestran como un gran erudito.
A esto se suma una Cronología de la Vida de Cristo y una tabla de correspondencia con los ciclos actuales, que según los especialistas ha cobrado vigencia.
Hijo de un periodista, dirigente del Radicalismo provincial, Leonardo
Luis Castellani nació en 1899 en Reconquista, un pueblo de la provincia
de Santa Fe. Su primera formación transcurrió en el Colegio de la Inmaculada,
donde descubrió su vocación religiosa y, más tarde en Córdoba,
ingresando al noviciado jesuita en 1918. Prosiguió sus estudios hasta
ser admitido en el Colegio del Salvador de Buenos Aires, del
que egresó como profesor, empezando una intensa labor docente en dicha
institución; a la vez que simultáneamente daba clases de literatura en
el Seminario de Villa Devoto. En esta época escribió las fábulas para su primer libro, que soporta el título de Bichos y personas (Camperas, 1931). Como recompensa por sus trabajos literarios y por su aporte al estudio de los Evangelios, la orden jesuita hizo que en 1929 viajara a Roma para continuar su formación.
En aquella ciudad del catolicismo fue ordenado sacerdote, en 1930, en la iglesia de San Ignacio de Loyola en Campo Marzio. Allí, el padre Castellani estudió Filosofía y Teología en la Universidad Gregoriana; viajó luego a París para doctorarse en psicología en la Sorbona,
donde conoció personalmente a Jacques Maritain y Paul Claudel (este
poeta, que regía una suerte de tertulia a la que asistió, cariñosamente
lo menciona con el apodo de le petit prêtre argentin (el
pequeño curita argentino). También viajó por Austria, Alemania y el
Reino Unido, donde se interesó por la educación y la psicología. De
Londres, atesoraba en su memoria un encuentro con su admirado Gilbert
Keith Chesterton.
En 1935 “la nostalgia por la patria” lo hizo volver a la Argentina,
donde retomó su actividad como docente, escritor y periodista. En
aquellos años redactó artículos en varias publicaciones religiosas como
la revista Estudios y el semanario Criterio y en los diarios La Nación y La Prensa; en todos ellos, como diría Borges, escudado bajo el pseudónimo de “Jerónimo del Rey”. En Tribuna, en cambio, un medio más marginal, firmó sus polémicos escritos como “Militis Militorum”. Durante esos días La Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires publicó su ensayo San Agustín y Descartes, y otro sobre Medicina y religión, a cargo de la Universidad de La Plata; texto que incluye un trabajo de avanzada en el Análisis sobre psicología cartesiana.
Devino rápidamente en un referente del catolicismo de orientación
anti-liberal y cultivó amistades en esos ámbitos con notables personajes
del nacionalismo como Ernesto Palacio, Juan Queraltó y Ramón Doll. En
las elecciones de 1946, a pedido de sus amigos y sin permiso de sus
superiores jesuitas, fue candidato a diputado por la Alianza Libertadora Nacionalista, una organización de derecha que luego se unió al Peronismo,
de la que afirmó, años más tarde: “La gente se confundió en ese
momento. Yo no soy nacionalista como muchos creen y menos un referente
de esa corriente; esencialmente porque aquello fue algo circunstancial y
no he querido meterme en política nunca más. No la he entendido tampoco
y hasta me produce náuseas”.
Por éstos y otros motivos, como la publicación de las llamadas Cartas Provinciales, la
relación con su orden se tornó conflictiva siendo amonestado por el
severo Obispo Tomás Travi, con el que lejos de someterse, polemizó. A
fines de 1946 viajó por propia iniciativa a Roma “para liberarme de la asfixia y explicarme ante el Jefe General de la Compañía de Jesús, Jean-Baptiste Janssens”,
pero fue mal recibido e intimado a recluirse en un hospicio en Manresa
(España). Lo aceptó como una experiencia religiosa más y estuvo allí
durante casi dos años, “que no me fueron incómodos; sino que, por el
contrario, me ayudaron a meditar y entender otras cosas -justificaría-
y, a la vez, me permitieron formarme una idea polémica sobre ciertas
verdades indiscutibles de la Iglesia, hasta que decidí fugarme para
volver a la Argentina”.
A poco de llegar, el 18 de octubre de 1949, fue formalmente expulsado como jesuita y suspendido a divinis en
su ministerio sacerdotal. Todo este episodio resultó extremadamente
traumático para Castellani, e influyó mucho en su pensamiento y obra
posterior. Por esa época, se decidió por la literatura como una forma de
enfrentar las convenciones que lo habían abrumado y condenado. Fueron
sus años más críticos. Las ideas de mi tío cura, Decíamos ayer, Un país de jauja, El ruiseñor fusilado y las conferencias San Agustín y nosotros, obraron como respuestas de su condena.
En 1950 fue acogido por el obispo de Salta, “el comprensivo hombre
santo Monseñor Roberto José Tavella -recordaba- y viví en esa ciudad por
casi tres años”. El escritor santafesino Horacio Caillet-Bois fue
entonces su camarada más cercano. En 1953 se instaló en Buenos Aires, en
un departamento de Constitución donde vivió hasta su muerte asistido en
muchos casos por sus amigos, a raíz del escaso dinero que le daban sus
artículos, libros y conferencias. Durante la segunda mitad de la década
del 50 colaboró con el semanario Rebeldía, dirigido por Hernán
Benítez, el polémico sacerdote peronista, publicación que fue varias
veces censurada por el régimen dictatorial del general Aramburu, el
segundo presidente de facto que sucedió a Perón y finalmente clausurada,
lo que le valió a Castellani una implacable persecución. En 1956, tras
varias presiones pudo viajar a España, aunque no se exilió.
El final de la década del 50’ fue amable con Castellani; podemos
decir, que el período más difícil de su vida había pasado, y aunque las
heridas acaso no cerrarían nunca, empezó a ordenar sus papeles e inició
una nueva etapa en su producción literaria, que se revelaría aún más
productiva y profunda que la primera. Lugones. Sentir la Argentina (1964), Decíamos ayer (1968) y Nueva crítica Literaria
(1970), junto a cuentos y novelas serían sus volúmenes más
representativos de ese tiempo. También por aquellos años escribió obras
religiosas como El apocalipsis de San Juan, ¿Cristo vuelve o no vuelve?, El místico, Los papeles de Benjamín Benavidez y El evangelio de Jesucristo de Cristo.
En 1961, un cura de pueblo, Héctor Herráez, jugándosela y por propia
iniciativa, le permitió celebrar misa en su parroquia y después lo hizo
en la Iglesia del Tránsito de la Santísima Virgen cuando Herraéz fue trasladado. Entre 1962 y 1963, Ediciones Paulinas
publicó algunos de sus libros. Finalmente, en 1966 se le restituyó el
ministerio sacerdotal en pleno, sin condiciones, reservas o
retractaciones. En 1971, libre de culpa y cargos, la Compañía de Jesús
decretó la reintegración del padre Castellani, pero él declinó en razón
del estado de su salud y la edad; aunque, sin duda, animado en el fondo
por un antiguo resentimiento, como confesó a sus más cercanos amigos.
“Durante esos años reincidí en lo que más me reconfortaba y no dejé
de escribir libros de temática religiosa, además de poemas, novelas,
cuentos policiales y ensayos”, se alegraría. Inquieto observador de la
realidad, también publicó artículos periodísticos en las revistas Mayoría, Dinámica Social, Azul y Blanco y Verbo, y dictó numerosos cursos y conferencias, en lugares tan disímiles como la Universidad Nacional de Tucumán, el Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta o la Librería Huemul.
En 1967 fundó la polémica revista Jauja y la dirigió durante
sus tres años de existencia. Castellani, sin dejar de ser un referente
entre los sectores más tradicionales del catolicismo y una figura
destacada, se complacía en negar sus disidencias. Sin embargo, aunque
volcado a la interioridad religiosa, no descuidó su tarea de
investigador. “La literatura es siempre secuencia, hasta en aquellos que quieren romper con todo. Toda creación sigue a otra, la adiciona algo, es un más”, aclara, apoyado en las opiniones del vate español Pedro Salinas.
Es la etapa que redescubre y profesa su cuasi devoción por el filósofo luterano Soren Kierkegaard, a quien dedica el volumen De Kierkegaard a Tomás de Aquino;
considerado como el ensayo más sobresaliente de la última etapa de su
vida. En el poema “Jauja”, con octosílabos camperos al estilo Martín
Fierro, expone su resultado de las lecturas y de compenetración que hace
hacia las ideas del filósofo danés:
Y en esto la boca mía
Es de la verdá la fuente
un poeta nunca miente
Ni en lo más imaginao
Y esto todo es inventao
Y no hay cosa que yo invente…
Ernesto Sabato, uno de sus más entrañables lectores, lo llamó “el
Chesterton argentino”; coincido con la comparación. En asuntos como el
de la Religión Católica se hubiera entendido de maravillas con el
británico; compartieron, además, el amor por la palabra y la paradoja,
que Chesterton cultivara con maestría y que Castellani utilizará después
con eficacia. El novelista Juan Luis Gallardo, uno de los estudiosos de
su obra, afirma que “A ello se puede sumar la valentía intelectual
de ambos, que los llevó a difundir sus ideas a despecho de las
corrientes de pensamiento en boga por entonces”. En “Historias del Norte Bravo” y “Las Muertes del Padre Metri”, sus dos libros de cuentos policiales, el protagonista es un cura que recuerda mucho al “Padre Brown” de Chesterton.
Cuando publicó la revista Jauja, con el poeta Miguel Ángel
Bustos nos reunimos con él en un café de la calle Corrientes y nos
encomendó la tarea de entrevistar a Borges y a Marechal. Ya en la década
del ’70, con el recordado Jorge Caillava, que también perteneció a la
orden jesuita y fue uno de sus discípulos y amigos más cercanos, lo
visité en su modesto departamento del barrio de Constitución, donde
vivía austeramente rodeado de libros y recuerdos. Hablamos de su obra
literaria y de su hondo amor a las palabras. Lo evoco encendiendo
constantemente su pipa y conversando en un tono ameno, aunque menos
tranquilo que apasionado, siempre didáctico y sabio en sus pareceres.
El 19 de mayo de 1976 fue invitado, junto con Jorge Luis Borges,
Ernesto Sabato y Horacio Ratti, a un controvertido almuerzo en la Casa
Rosada con el dictador Jorge Rafael Videla, presidente de facto de la
Argentina tras el golpe militar, que buscaba un apoyo cultural para
blanquear las atrocidades que estaban perpetrando. Allí, con decisión y
valentía, el padre Castellani pidió por la vida de Haroldo Conti, un
escritor que había sido recientemente secuestrado y estaba desaparecido.
Fue en vano. Días después Conti fue sórdidamente asesinado.
La obra del padre Castellani es muy rica y abarca diversos géneros
con igual intensidad. En España, el talentoso escritor Juan Manuel de
Prada, le ha dedicado varios trabajos y ha revelado al público lector de
esos ámbitos su existencia como escritor y pensador.
Hace 41 años, un 15 de marzo de 1981, muy pobre de bienes materiales,
con dificultades para conseguir editores, prolijamente ignorado por los
voceros de la cultura oficial y casi silenciado por el establishment de
los medios de comunicación, el padre Leonardo Luis Castellani se sumó a
los más. Era un gran místico e intelectual, pero también un hombre
bueno y honesto. Es cierto, se lo empieza a reconocer, pero aún espera
que su obra sea reeditada en la misma medida.