No hay modo de evitar la gran porqueriza en que a veces se convierte la apretada avenida de internet.
Por ejemplo, ahora tengo que dar respuesta a las acusaciones que algunos comentaristas lanzaron en el blog Castellaniana, pues lo hicieron públicamente, y aunque todavía no sé si caen cerca o me dan de lleno, o aunque de ningún modo se dirijan a mí (difícil, ya que fui uno de los últimos editores de Castellani en la Argentina), es munición roñosa que salpica para todos lados. Lo peor es que, aunque debo hacerlo, ni siquiera sé a quién le voy a responder.
Los que me conocen saben lo que pienso respecto del anonimato. Un “seudónimo” es aceptable, y hasta agradable, pues mediante su utilización más o menos periódica alguien agrega otra cosa de sí, un rastro a modo de figura. Como “Militis Militorum”. O, en grado superior, un “heterónimo”, que ya es un otro yo, una especie de personaje que uno construye sobre sí mismo, elaborando casi una segunda personalidad, de manera continuada. Como “Jack Tollers” quizás. En ninguno de ambos casos, seudónimo y heterónimo, el objetivo último del portador es ocultarse. No para siempre, ni del todo, ni de todos, ni de muchos. Por eso, bien llevados, son un distintivo adecuado, útil y benéfico. El anonimato es, por lo general, todo lo contrario.
Ahora bien, ¿de qué voy a hablar, de plata o de Castellani? Por cómo se dieron las cosas, y para que los juicios oscuros no se extiendan (tópico argentino), vamos a tener que empezar hablando de plata. Una macana, pues debo hacer anotaciones personales, cosa que no me gusta. Pero conozco a muchos de los involucrados en estas acusaciones, aprendí de sus aciertos y de sus errores, y vi y oí cómo se los monstruifica con ligereza. Así que lo haré no sólo por mí, y lo haré lo más rápido posible. Al fin de cuentas, no pueden un par de fantasmas entrar pisoteando todo y empezar un tiroteo de injurias para ver a quién le aciertan.
A lo largo de una década y media edité algunos de los títulos de Castellani, según contrato firmado en 1989 con Irene Caminos, su primera heredera, a quien pagué lo que correspondía y del modo establecido. En lo económico, la “ganancia” por la venta de las ediciones fue lenta, y en varias ocasiones, y al final en su conjunto, casi se asoció con la pérdida. Sólo para que sirva de ejemplo: 1500 ejemplares de “El Evangelio de Jesucristo” tardaron ocho años en agotarse (muchos se donaron, no todos los que se vendieron se cobraron, etc.). El propósito era mantener en existencia, o sea reeditar contínuamente, los títulos más conocidos, antes de pretender los inéditos. Sólo en dos casos lo logré, y aún conservo ejemplares. Cometí una enorme cantidad de errores, pero si hubo algún “perjuicio”, no pasó de mí. Hablando en plata, se entiende. En lo espiritual y moral, todo fue ganancia. Aprendí, entre otras cosas, que al tratar con alguien como Castellani, los números y los dineros no deben estar en segundo lugar, sino en último lugar. Pero hace ya mucho que abandoné las cuentas de los primeros años, cuando hacía sumas y restas hasta con la bombilla. Aclaro que no me siento especial en nada: muchos otros hicieron cosas parecidas (y mejores) y penaron parecido (y más).
No es lugar para hablar de las peripecias de un editor, o de cierta clase de editores, así que alcanza con una breve información: para obtener verdadera “ganancia” habría que editar 3.000 ejemplares de un libro y venderlos (cobrarlos) en un plazo máximo de dos años; agotada esa edición, hay que dejar pasar un tiempo prudencial (conveniente) y reeditar al menos una cantidad menor, si es que no se puede una igual. Y así seguir –reedición, pausa, reedición–, estirando un poco las pausas. No olvidemos el objetivo: mantener siempre en existencia la obra de un autor. Eso, por supuesto, no con un solo título, sino con diez a la vez, en el mismo año. No olvidemos la estrategia comercial: obtener verdadera ganancia. Escucho... De acuerdo, bajemos un cambio: 2.000 ejemplares, no 3,000; y 5 títulos en un año, no 10. Pero cada año, cinco más, como mínimo, y en las mismas condiciones. Se necesita un capital, ¿no? Espero quede claro que este iter ya no es para nosotros, desde hace muchas décadas. Y aun el “proyecto comercial” que sí nos resulta posible (bastante menor, claro), no es para gente que sepa demasiado de balances, proyecciones financieras, etc. Es más bien para gente que de eso sepa poco y nada. Lo óptimo: gente antidepresiva y sorda. Tal vez algunos supongan que un editor lo primero que hace es adquirir un teclado mágico: primer botón, libro armado; segundo botón, libro impreso; tercero, libro distribuido; cuarto, libro vendido; quinto, libro cobrado; sexto, peso pagado (deudas, cuotas, derechos); séptimo, peso ahorrado; octavo, peso invertido. Entre el primero y el último, o sea entre el libro anterior y el libro siguiente, un movimiento velocísimo, casi etéreo, ¡zazám!, y una pila de rupias para el editor...
Quien no conoce, mejor que pregunte, o que haga silencio, o que practique el oficio. Y que lo practique acá. Hay mucha leyenda en torno a los editores argentinos, mucho sainete. Hablo en especial de los “nuestros”. Delirios y torpezas nunca faltan, no lo voy a negar, ni me excluyo. Pero, ¿quién conoce algún autor “nuestro”, algún editor “nuestro”, o incluso algún librero “nuestro” que se haya enriquecido? Vean, cada uno se rompe el lomo con lo que elige y le toca. Atendiendo demandas, dando clases, cerrando balances, arreglando autos, lo que sea. Yo llevo más de veinte años dedicando la mayor parte de mis días a esta editorial, y a veces temo que empiecen a aparecerme números de página en el culo. Parece que algunos miran a “nuestras” editoriales, las que quedaron, y ven a Emecé o a Planeta. Para comparar con justicia deben viajar al pasado y buscar, por caso, la editorial Itinerarium, de Antonio Vallejo, o la editorial Difusión, de Luchía Puig, que llegó a ser la más grande de las católicas de Hispanomérica. Recién asomaba Castellani y ya la gente leía a León Bloy. Prevalecían los narradores más prolíficos, como Manuel Gálvez y, sobre todo, Hugo Wast, cuyos libros contaban varias ediciones y se publicaban por decenas de miles de ejemplares. Eran muy otras épocas. Ahora vuelvan al presente y miren el entorno. En principio, aquéllas, mejores y realmente grandes, ya no están.
Estimados, se perdieron demasiadas cosas por el camino.
Y no hizo falta mucho andar. Lugones, Marechal, Anzoátegui, Castellani (sigan ustedes), y los que los editaban, y los que los vendían en sus librerías, sin osar ponerle cerca un libro contradictorio, ¿cuál de ellos fue el ricachón? La idea de editar a Castellani se me cruzó en una época distinta, finales de los 80, siglo pasado, en el mismo momento en que se me ocurrió ser editor. Época algo adormecida, digamos, porque hacía rato que no se publicaban sus obras: poco menos de diez años entre el último título de Dictio y el primero de Vórtice. Baches en el continuum. Y Dictio, por medio de la cual conocimos la mayoría de sus obras, tampoco está. ¡Cómo afanó ése!, me dijo un tipo después de bajarse del taxi. “Ése” no llegó a escucharlo. Se iba caminando despacito rumbo a otra librería, con los dobladillos rotos y una bolsa de nylon agujereada por libros. Caramba, ¡cómo se equivocó! Puede ser, puede ser. Mejor no quiera saber.
A la fecha, algo ha mejorado, quizás fruto de la pujanza de los herederos de Militis, que en lo esencial todos lo somos y, gracias a Dios, cada vez son más. Ojalá me hubiera tocado empezar ahora. No sólo porque Castellani parece estar “en alza”, como corresponde, sino porque se habría encontrado con un editor más experimentado, como lo merece, aunque igual de exitoso. En aquel entonces, para poder editarlo, empecé por pagar. Bastante. Era joven, soltero, obstinado. Había que “destrabar” los derechos, así que: crédito, pumba. Pagué antes, pagué durante, pagué después. Pero tuve un buen amigo, se puso a mi lado... Ni se me ocurrió pretender algo más que publicar algunas de sus obras. Se quejaban de que nadie ponía plata para editarlo, pero cuando conseguí la plata y lo hice, se quejaron de que intentara recuperar al menos una parte antes de seguir pagando. Pero ché, dejen que me saque de encima algunas cuotas del crédito. Nunca llegué a ver el “negocio”. No lo había. Qué sé yo, llegué demasiado temprano.
Cuando al tiempo apareció, en tierra mendocina, el Instituto Padre Leonardo Castellani, una vez que dejé atrás el resquemor (me la vengo bancando a duras penas ¿y ahora vienen éstos a publicar los inéditos del cura?), al fin me entusiasmé con el objetivo: sostener y difundir la obra de Castellani entre varios, mantenerla siempre publicada y vigente. Era una idea apropiada: una estructura orgánica simple y amical que oficiaría de heredera y custodia, en la que todos los interesados podrían participar de algún modo. Y que saldría a rescatar su biblioteca, sus manuscritos, para ponerlos al servicio de todos, en forma seria y ordenada. Era una idea buena, y sigue siéndolo. Y sigo sin entender por qué no se mantuvo. Pero nunca me llegó una invitación para participar de la “compra” de los derechos sucesorios, sino para aportar a las ediciones de Jauja, cuya ganancia se destinaría a la constitución del Instituto, y a más ediciones. Habré prestado poca atención. Ni sabía que ciertas cosas se podían “comprar”. ¿Se compra una herencia intelectual y espiritual? Y si se funda un instituto para que sea depositario de una herencia, ¿cómo y por qué puede desaparecer el depositario sin que desaparezca la herencia? No sé, qué sé yo, estaba naciendo mi tercer hijo, llegué tarde y medio dormido.
Desde que me acerqué a Castellani como editor, a cada paso me encontré con dificultades, acusaciones, disputas, murmuraciones, reclamos: una suerte de estigma retroactivo que caía sobre cualquiera que se le arrimara demasiado. Recibí piñas que ni siquiera eran para mí. Y, salvo mis amigos, no noté especial entusiasmo. Pero me engañaba. Cuando presenté mi primera edición, el Apokalypsis, libro en el que me empeciné, me reconfortó encontrar un gran salón universitario lleno a reventar. Se vendieron veinte ejemplares. Había que remar mucho todavía, y más lejos. Pasado el tiempo suficiente me acostumbré. Bueno, es un decir, pues por lo que se ve y se lee, ese estigma sigue vigente.
¿Vulnerar derechos? ¿Falta de pago de “regalías”? ¿De qué hablan?... La “victoria” de los demás fue igual que la mía. Cuidado con lo que dicen. Diciendo eso demuestran que saben poco y nada. No golpeen con palos de sombra. Traten al menos de no ser indecorosos, hablando en público y dando a entender que estuvieron espiando por la ventana. Pregunto: ¿qué “otras personas” tienen derechos sobre las obras de Castellani? Hasta donde sé, sólo uno más y sólo una obra, y le pertenece con toda “licitud”. Otra: a la fecha, ¿quién le debe “regalías” a quién? Por mi parte, nones. Me dolió rescindir los derechos que había obtenido a un alto precio, en todo sentido. Me convencieron de que fue legal; no me convencieron de que fue justo. Pero ya no me quejo. Y no recordaría ni diría nada, de haber más libros de Castellani y menos decidores de macanas.
Pero pero, la gran siete, ¿de qué hablamos, de plata o de Castellani?
Porque, con todo, desde que me acerqué a él como lector y discípulo enano, me encontré también con mucha buena gente que compartía la misma veneración y el mismo agradecimiento, y que buscaba a su lado lo único que a él lo desvelaba: abrir el seso. Si nada más que sus manuscritos o mecanografías hubieran llegado a unos pocos argentinos y sobrevivido al tiempo, a modo de incunables en un pasamanos, entonces sería entendible que alguno, cualquiera, se considerara el lector inaugural o el editor primicia y denostara el escaso reconocimiento que Castellani tuvo entre sus compatriotas. Digan lo que digan, no fue eso lo que ocurrió. Lo cierto es esto: en su país natal se llevaron a cabo homenajes, conferencias, jornadas, celebraciones; se le dedicaron innumerables artículos y ensayos, además de una biografía que es como un edificio construido en forma laboriosa e inteligente (y malamente editada). Por supuesto, y sobre todo, se hicieron continuas ediciones y reediciones de sus obras. No en la cantidad necesaria para permitirle, ni a él ni a nadie, una fastuosa vida clandestina, pero sí la requerida para que su obra siguiera un rumbo tranquilo y viviente, como pedía él para las cosas del Reino de Dios. Muchos argentinos, merced a esa dedicación discipular, lo siguieron conociendo, queriendo, leyendo y releyendo a lo largo de varias generaciones, hecho que puede atestiguar hasta el último descubridor y el alumno más conspicuo, si recuerdan sus pininos como meros lectores.
Es menester este reconocimiento, no justamente lo contrario, para establecer un ánimo y una lengua común, e incluso para poder ofrecer al recién llegado una correcta bienvenida. En vez de censurar imaginarios intereses torcidos o calificar de manera injusta e impiadosa la tarea de los demás, deberían valorarse debidamente los esfuerzos precursores, el agradecimiento, la admiración y, en fin, el amor sincero que muchos habitantes del reino de Dulcinea le han tributado siempre al padre Castellani, al tratar por todos los medios, tanto ayer como hoy, de que los demás lo conozcan. Es un afecto espiritual, casi visceral, de mutua correspondencia. Por las mismas razones, el blog Castellaniana merece nuestro mayor respeto.
“Ese amor a las cosas del país fue uno de los nervios centrales de su obra, de su empeño, de su concepción de la santidad” (Sebastián Randle). “Parece cierto, para mí al menos, que la Argentina es mejor porque existe Castellani” (Eduardo Allegri). “Castellani dice que lo que tiene que haber entre cristianos es amistad, no tanto frías relaciones institucionales [...] Tal vez sean épocas duras, de intemperie, pero por eso mismo toda institución que merezca este nombre tiene que estar vivificada por la caridad, por la verdadera amistad” (Jorge Ferro).
Pobre Cura Loco. Su visión universal no se apartó de su amor nativo, no lo desalojó; al contrario, lo fortaleció. Con ojo de vidrio y todo, logró traspasar la opaca materialidad de nuestra vida. Hosco y retobado como era, se esforzó en enseñarnos a tener ojos mejores. No por nada quería “escribir buenos libros y regalárselos a la República Argentina”... Es duro recordarlo, por estos días y en este lugar, donde hace ya varios años que no se edita nada suyo. Quizás exista la ilusión de que Castellani cambie el mundo, o un país. Vamos. Puede sin duda cambiar el mundo de muchos; y, con el debido tesón, hasta es capaz de cambiar ese pequeño país que es una familia. Pero cualquier otra cosa le pertenece a Cristo, a quien él adoró y predicó. ¿Qué más le podemos pedir, aparte de su talento genial para ayudarnos a mirar al Señor, a la realidad, a los demás?
¿Libros “colgados” o “clonados”? Es un error y la negación de un derecho. Pero la ausencia de la mayoría de sus obras, y el desembarco de ediciones españolas en cuentagotas y a precios hiperbóreos, conduce necesariamente al caudal informático; y, a la vez, deriva en este goteo de fotocopias de lujo. Lo cual es, de algún modo, un signo de salud, como una boqueada de pez fuera del agua. No lo apruebo, lo explico. Pero se remedia fácilmente. Por ejemplo, convocando argentinos que quieran correr el riesgo de editar nuevamente a Castellani (conozco algunos). Por ejemplo, haciendo ediciones digitales de algunas de sus obras, incluso ofreciendo gratuitamente aquellas de más difícil éxito “comercial”, o de más necesaria lectura masiva. Por ejemplo, volviendo a intentar lo del Instituto, ¿por qué no? Lo que se pueda y se quiera. Lo que importa es que nos orientemos a pensar en estas cosas y de una vez por todas dejemos atrás el conventillo.
Hay un derecho primero en el que nos debemos concentrar: que los argentinos puedan leer a Castellani. Es un derecho que es un deber. Forma parte de su otro testamento, sin sede judicial. Sobre éste cabalgan todos los demás. Que el potro vaya después hacia donde lo lleve el viento de Dios y las regalías a quien corresponda. Ojalá esta trifulca nos ayude a encontrar un mejor camino, para que las cosas vuelvan a su quicio. Lo ideal sería ponerlo a disposición de todos, jerarquizar ganancias, soportar pérdidas, restaurar bienes comunes, darle un destino adecuado, practicar entera justicia, cumpliendo toda cláusula y sin transgredir ninguna. Como es natural, sólo los argentinos somos capaces de amar del mismo modo ese tesoro concreto del alma que es nuestra patria.
Por mi parte, si no lo edité más, fue porque a partir de un mal día ya no me dejaron hacerlo. Y punto. Nadie me debe nada y nada le debo a nadie. Hablando de plata, se entiende. Y no sé de ningún autor, ni heredero, ni editor, ni librero, de los “nuestros”, que haya recibido en su casa un carro tintineante de monedas, ni siquiera una carretilla de albañil cargada de pagarés. ¿Alguien conoce alguno? Más claro: lo nuestro, aquí, no es negocio; es una tarea de ganancia escueta y ajena al calendario regular, en la que sólo se sobrevive con perseverancia. Así de sencillo. Qué tanta historia. En otro país será otra cosa, me alegro, que aproveche. La satisfacción, el orgullo, el placer del deber cumplido, ocupan otra habitación en esta tierra.
Castellani es docente de amores altos y ciertos: leerlo y promover que otros lo lean es una buena idea y una buena tarea. Y es razón suficiente para que nadie en ningún lugar pretenda poseerlo. Lo cual no hace mella en ninguna ley. Que siga el derecho, nadie se opone, pero que siga derecho. Sin duda, la mayoría de nosotros entiende que, en medio de esta desolación, es necesario hacer otro tipo de cosas y este tipo de cosas hacerlas de otro modo.
“Ay del pueblo que no acepta los maestros que Dios les manda”. Ay de nosotros, que tal vez nos merecemos poco... Pero, miren ustedes cómo es la vida, el propio Castellani insistía en que nos merecemos más.
Yo sigo estando de acuerdo con él, por esas cosas del amor primero.