Punto de encuentro de todos aquéllos que estén interesados en vida y obra del Padre Leonardo Castellani (1899-1981)

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jueves, 20 de octubre de 2016

BREVE SEMBLANZA DEL PADRE LEONARDO CASTELLANI


P. Fr. Domingo Renaudiere de Paulis O.P.

Quisiéramos buscar una raíz oculta, un camino que nos parece luminoso y crepuscular, para señalar y nombrar, tal vez lejanamente, la clave, si la hallamos, de la vida sacerdotal del Padre Leonardo Castellani.
Y la buscamos en aquello que es propio del sacerdocio cristiano, del sagrado ministerio sacramental. Es lo propio del sacerdocio, y es aquello que hoy puede perderse o viciarse, que piense, que medite, que hable, que escriba como sacerdote. Todo lo demás en el sacerdocio de Cristo es accidental y ocasional y huyente como sombras.
Y lo propio del sacerdote es su sensus theologicus; su sentido e inteligencia de Dios: por eso es el Sapiente.
Y esa inteligencia de Dios y de las cosas de Dios la tenía el lúcido sacerdote y ex jesuita Castellani. Y la tenía en la medida grande y desbordante, y diversa y múltiple y vasta, envuelta en la arcilla del hombre que somos, viador especular y enigmático, según el decir de Pablo de Tarso.
Esa medida rebosante llevaba en él demasía, o una fuerza alta de desmesura, una desatada inteligencia de Teólogo, el sapiente de Dios Uno y Trino, que eso es el Teólogo en puridad de amor y de lumbre.
Y Castellani era un ser teológico en demasía, en el exceso de la sabiduría, aunque a veces otros afanes hayan podido encubrir esa faz esencial de su noble alma.
Quienes fueron sus superiores en la Compañía de Jesús, o sus hermanos ignacianos, o sus simples hermanos y amigos en el sacerdocio o fuera de él, quisieron muchas veces atarlo, limitarlo, sofrenarlo, dominar aquello que nosotros llamamos su don teológico de la demasía y terminaron, a fuerza de celo añejado en viejos odres, encarcelándolo, desterrándolo, y echándolo y enmudeciendo al sacerdote que nada puede decir, nada, oh, Dios mío, si le arrebatan la Misa Santa y la enseñanza de la sabiduría. Y lo hicieron con el cruel y nocturno sigilo de las hienas. Y lo lograron. Y no lo lograron. Y en mucho, Y en poco. Y en nada: el don de demasía era más poderoso que la muerte. Y lo será siempre en el verdadero sacerdote de Cristo.
Lo aherrojaron, pero cedieron los muros de la Manresa de don Iñigo, de donde lo libró un fiel sacerdote amigo, si los hay. Lo amordazaron, sin verbo sacramental; y pudo abrir de nuevo sus labios dignos y celebratorios; vilipendiado, abandonado, venció como se vence en la milicia de la tierra, en él de estirpe guerrerignaciana, con sangre y con sollozos y con dolor hasta morir con muerte de Hierurgo.
Escucha, hermano Leonardo: ese rumor atroz de cielos y arenas es el desierto, es el viento de la noche en las fauces y en los ojos de ámbar y de azogue en los chacales. Yo conozco, hermano Leonardo, oh triste, oh suave, oh pura ciencia de las tinieblas de Dios, esas mismas nubes aciagas de la soledad y del escarnio. Sí, tú lo sabías, sapiente hermano, tú sabías bien, que eso es el saber tenebrescente, que al hermano Caín no se lo puede castigar: su pena y su vindicta es un manjar de Dios, no es de los hombres.
Como a tantos, quisieron que nuestro Jerónimo del Rey no enseñara, que no tuviera cátedras, que no formara inteligencias lúcidas en el hermano Tomás el Aquinate; pero tampoco pudieron en esto. Los tristes, los desdorosos, los ramplones maestrillos de la gran caterva innumerable, arden en la oscura envidia clerical, pócima de hieles y de azufres, que los hace, como quería el audaz Rabelais, sorbonagros de raza. Linaje de la bastardía intelectual universitaria en la hibridez de los asnos salvajes, los fuertes onagros, y la Sorbona docta que condena a Juana de Arco.
Y en su don de demasía teológica fue Castellani un reiterado milenarista, que él dice serlo, y con sinceridad, milenarista espiritual y lacunziano mejorado; y con un toque extraño, paradojal, de Joaquín de Fiore en la idea del Evangelio Eterno.
¿Y qué es esto, sobre todo su milenarismo? Es la utopía teológica que lo cercó.
Buscaba la amada edad de oro que alienta en todo sacerdote que quiere a Cristo y lo ama en el fervor y en la tarde. Buscó ardiente, desbordado, ímpetu certero, denodado, un ámbito donde morar con la letra pura de las Escrituras y beber el jugo y la aguamiel de la Palabra de Dios.
Toda su alma está en esa diversa, jocodoliente saga teológica de su vida, en esos centellantes papeles de Benjamín Benavídez que lo atenazan y lo levantan hacia una tierra nueva y un nuevo cielo. Su nacionalismo, como debe esperarse de todo nacionalismo puro, brotó de esa utopía sagrada, de ese retorno al Huerto de las Delicias halladas y perdidas. Buscaba con el más hondo instinto teologal de la fe, el Reino; y esperó en el Milenio de Cristo y lo auguró en su tenaz ardor de un hijo de San Ignacio para siempre.
¿Quién no levanta alguna vez esta tristeza de los abandonos y del pecado hasta esperar, contra toda esperanza, en la edad dichosa de la dorada realeza del Ungido? ¿Quién no hiere de muerte su vida para sentir en el desgarramiento un vuelo de alondra y un gemido que crece en águila real, alucinada de soles y tormentas?
¿Quién herido de fulgor zahorí no tiene en su sangre siquiera un adarme de ebriedad en el Espíritu; y ese toque de centella, ese incendio claro, oloroso de todos los jardines plantados hacia Oriente, que es el dulce y doliente don de la sagrada demasía? Es santo, ardientemente santo, perdernos en las palabras imprecantes de los profetas y las sibilas del Enigma. Y en el balbuceo de los labios heridos en el destierro indecible del errabundo Adán herido y mendicante.
Ya está bien, hermano Leonardo, ya está bien. Te llamas Leonardo, te llamas Jerónimo, te llamas Ruiseñor. Todos tus nombres te dicen y te ocultan, te sugieren y huyen: es la palabra herida del hombre que multiplica en las invocaciones las sombras luminosas que todavía no son el Nombre-sobre-todos-los-Nombres.
Ahora en lo alto, en la lumbre que es desmesura exacta y pura, sabrás que la medida, el número y el peso es una llama que viene de la indecible infinitud, de la Eterna y Bienhadada Demasía del Logos. Y allí estará tu Evangelio Eterno, que has amado, abierto, claro, desatado para siempre.
Y el Cordero que fue tu lámpara y tu Víctima. Ya está bien, fiel hermano Leonardo, todos hemos visto alguna vez, un aire deslumbrado en las tinieblas y en los fuegos de la Noche. 

5-6 de Mayo de 1984


1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Bien por el Padre Renaudiere!

¡Qué prosa, qué dominico!