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En mi existencia de lector he saboreado muchos deslumbramientos; pero
ninguno tan gigantesco y perdurable como el que me proporcionó el
argentino
Leonardo Castellani. Con legítimo orgullo, puedo confesar que
si hoy no soy un escritor sistémico, ni un católico chirle al uso, se lo debo a este gran maldito,
que con todos se peleó salvo con Dios; también sin asomo de hipérbole,
puedo añadir que, si he mantenido el entusiasmo por mi vocación en medio
de tantas zancadillas y puñaladas traperas, ha sido gracias al ejemplo
de
este escritor duro y precioso como un diamante que
supo sobreponerse a todas las penurias y animosidades. Y puede que
también conserve la fe gracias a su influjo benéfico. Castellani ha sido
mi faro en las noches oscuras del alma, mi consuelo en la tribulación,
mi guía en la pesquisa de la verdad, mi profesor de energía, mi
protección contra los sobornos mundanos y mi intercesor en el cielo;
pues un pecador tan denodado como yo necesita un abogado tan pugnaz como
Castellani.
Apasionado polemista, detractor implacable de la modernidad y de toda su cochambre ideológica,
Castellani es sobre todo un campeón de la ortodoxia, que como ya
sabemos es la única forma de heterodoxia que nuestra época repudia.
Resulta, en verdad, sobrecogedor, que un escritor tan formidable haya
sido confinado en los desvanes donde se pudren los escritores
prescindibles; y tal confinamiento lo ha consumado la canallesca cultura
sistémica, pero también -no nos engañemos- la desidia de los presuntos
«buenos». Castellani se distinguió por sostener -y no enmendar- aquellas
posturas estéticas, filosóficas o religiosas que los repartidores de
bulas del cotarro cultural han decidido demonizar; las mismas que por
respetos humanos, allanamiento ante el mundo o cobardía propia de
eunucos muchos católicos (incluidos los que gastan báculo) no se atreven
a defender. Aunque, para ser del todo sinceros, esta condena en muerte no es muy distinta de la que Castellani soportó en vida:
expulsado de la Compañía de Jesús, sufrió todo tipo de tropelías, hasta
morir viejo y achacoso, sin más refugio que unos pocos fieles que lo
confortaron en la desdicha y la lealtad acérrima a sus dos vocaciones
-la sacerdotal y la literaria-, íntimamente desposadas entre sí.
Terrible polemista
Nacido en 1899 en Reconquista, un pueblo santafesino, Castellani era
hijo de emigrantes italianos. Su padre, un periodista librepensador,
halló la muerte en una confusa trifulca con policías corruptos; es posible que este hecho marcase su carácter, misántropo y un poco neurótico.
Por influjo de su piadosa madre, Castellani ingresa en la Compañía de
Jesús en 1918; y la Compañía, que descubre enseguida sus dotes
extraordinarias, lo envía a estudiar a Roma y a la Sorbona. En estos
años de brillo y cosmopolitismo, Castellani prueba sus primeras armas literarias, que abarcan casi todos los géneros:
volúmenes de relatos como «Martita Ofelia y otros cuentos de fantasmas»
(con joyas que nada tienen que envidiar a los escritores más
renombrados del género fantástico) o «Las muertes del padre Metri» (una
especie de Padre Brown santafesinio), así como sátiras y colecciones de
artículos como «El nuevo gobierno de Sancho» o «Las canciones de
Militis», en las que junto a una cultura ecuménica Castellani revela dotes de apologeta consumado y
temible polemista, dotado de un estilo vibrante y un humor socarrón de
estirpe cervantina que le permite derribar los espesos muros de la
mentira como si estuviesen hechos de alfeñique.
Son años en los que Castellani prodiga su pluma en las publicaciones más variopintas, exponiendo ideas disolventes, lúcidas hasta la imprudencia,
que le van ganando una legión de enemigos, tanto entre las sotanas como
entre los mandiles. Si sus comentarios políticos son tan luminosos como
devastadores, sus ensayos religiosos fustigan sin melindres el vicio
del fariseísmo y la sosería de una Iglesia resignada a la inanidad; y
nada tan regocijante como sus artículos de crítica literaria, donde pone como chupa de dómine a todos los santones del canon, desde el tostónico James Joyce al señoritingo Borges.
En todas estas obras, Castellani muestra una hondura intelectual y una capacidad admirable paraprovocar en la inteligencia un movimiento de adhesión gozosa (o
de rechazo fulminante, si la inteligencia está infestada de paparruchas
políticamente correctas). Y es que nuestro autor era eso que los
franceses llaman un «maître à penser», alguien que, a través de sus
reflexiones, no sólo nos invita a pensar, sino que vertebra y muscula
nuestros pensamientos; alguien que no sólo acicatea nuestra inteligencia, sino que la nutre, la robustece, la dota de un andamiaje robusto y, a la vez, la impulsa por caminos nunca antes transitados.
Con razón un escritor tan peligroso ha sido execrado igualmente por los impíos, los esnobs y los meapilas, y tanto en la vida como en la muerte…
Juan Manuel de Prada
Escrito originalmente en el diario ABC
ACTUALIZACIÓN 24-NOV-2015:
También el portal español Religión en Libertad reproduce el artículo.