¿POR QUÉ LEER A LEONARDO CASTELLANI EN FASTA?
Dijo alguna vez el beato Federico
Ozanam: “No tenemos dos vidas, una para
buscar la verdad y otra para practicarla”. De modo análogo digamos ahora: no tenemos dos
vidas, una para conocer que tal autor es un maestro, y otra para leerlo. Hay
que leerlo ya, en esta vida, no en la vida siguiente (donde ya no hay libros). Con
mayor razón al enterarnos que el autor, testigo y maestro que nos ocupa ahora,
el Padre Leonardo Castellani, escribió tanta cantidad, con tanta calidad y
sobre tantos diversos temas, con el único afán de extender el Reino de Dios entre
los habitantes de este suelo, y entre los ciudadanos de la Iglesia.
Les quiero proponer a continuación
algunos motivos que, a mi criterio, debemos considerar para responder a la
pregunta del título de este artículo. Por cierto se imaginarán que deben ser
muchos y variados, por lo cual seleccioné siete, que es un número bien redondo
en la tradición cristiana.
La primera razón que se nos ocurre
para leer al P. Castellani en FASTA es que con sus escritos, partiendo desde su
amor a Cristo y su Iglesia (o sea, a nosotros), buscó sin descanso propagar la Fe cristiana y católica en las inteligencias, para desde allí iluminar
los corazones con la luz verdadera, mejor aún, encenderlos con el fuego de lo
alto. Porque realmente leer a Castellani nos ilumina con las mejores luces, y
nos hace arder con el mejor fuego. Leerlo nos desborda con ideas auténticas,
luminosas, trascendentes, que nos dejan, como me dijo un joven hace pocos días
refiriéndose a estas jornadas de TyM, “con
sed de más”. Y, por ende, con ganas de evangelizar mejor. Siendo que FASTA
ha elegido deliberadamente la pastoral de las inteligencias, no hace falta dar
más vueltas para decir porqué debemos leer a Castellani en la Ciudad Miliciana.
Sus enseñanzas son enteramente oportunas, saludables y abundantes en orden a la
Nueva Evangelización.
Agreguemos que su testimonio siempre lo
formuló según nuestra forma criolla de expresarnos, incluso convirtiendo
nuestros modismos y costumbres en algo universal,
es decir, católico, es decir, apto
para cualquiera en cualquier parte y en cualquier tiempo. Encontramos entonces
el segundo motivo que se nos ocurre resaltar para decir por qué hay que leer a
Castellani en FASTA: su fidelidad a nuestras tradiciones, su facilidad para
hablar “en criollo”. Así lo remarcó una vez el P. Fosbery: “A Castellani no se le ocurre nada que no venga de abajo, como
expresión de su tierra bien amada, a la que conoce y ama desde su niñez; o de
arriba, como manifestación del misterio de Dios, al que sirve desde su fe.
Encontrar las cosas con Dios y encontrar las cosas desde Dios. He allí su ocurrencia.
Y esto dicho con la originalidad de una expresión que quiebra todas las reglas
de la preceptiva literaria, por dos razones: una, porque habla con el lenguaje
propio de la cultura criolla; otra, porque incorpora una fina ironía, que le
permite adentrarse con su juicio hasta tocar la entraña misma de las cosas” [1].
Aparece en las palabras de nuestro
Fundador el tercer motivo por el cual debiéramos nosotros leer a Castellani: el
uso filoso y docente que hace de la ironía, de un humor tan de nuestra tierra
que —a diferencia del humor chestertoniano que nos hace esbozar una sonrisa
cómplice con alguna aparición inesperada— nos hace estallar en risa franca —y
también cómplice— cuando brota impulsiva e imparable. Y de modo recurrente. En
efecto, Castellani sería fino, como dice el P. Fosbery, pero no precisamente
sutil con sus ocurrencias. Eran verdaderos rebencazos, pero dados con amor, con
alegría, sin disimulos, como esos golpes en la espalda que dan los amigos, y que
dejaban sin respuesta a su ocasional destinatario, es decir, dirigidos por
caridad, no para herir sino para sanar, para enmendar. En suma, para que el
otro se despierte. O más bien, para despertarnos a nosotros. Ese humor
castellaniano, del que nunca se dirá bastante, contrastaba con su sobria
personalidad, según nos enteramos por quienes tuvieron la gracia de conocerlo
personalmente. Por ello uno va preguntándose, a medida que avanza en la lectura
de sus escritos, ¿con qué humorada se saldrá ahora el Padre? Aunque eso sería
quedarse en la superficie. Porque el humor era uno de sus recursos, pero no el
único (sus neologismos eran otro, por ejemplo), aunque sí el que se podía
encontrar en todos los demás: en la poesía, la fábula, el cuento, la novela, el
teatro, el ensayo, la exégesis, la filosofía, la teología, y sigue la lista. Demos
un ejemplo. Cuando escribía acerca de las relaciones entre inteligencia, virtud
y gobierno —grandísimo tema moral—, decía que “no se puede responder útilmente sin hacer una cantidad de
distinciones, o sea, sin filosofar”. Y para explicarlo tomó por el lado del
“ser tonto”, valiéndose de una comedia de Tirso de Molina [2],
detallando que “hay que empezar por
explicar qué se entiende por tonto (…) todos
somos tontos en algún grado o minuto (…) Si damos a «tonto» el significado de cortedad de ingenio, es decir,
pocos alcances naturales, mente poco amueblada, de reducido campo lumínico,
salen inmediatamente las siguientes caracterológicas: tonto = ignorante; simple = tonto que se sabe tonto; necio = tonto que no se sabe tonto; fatuo= tonto que no se sabe tonto y quiere gobernar encima (o
hacer-que-gobierna a otros). Esta última variedad es la tremenda, mientras las
dos primeras no son malas, y hasta con ciertas condiciones fueron amadas por
Cristo, el cual dijo «Alábote, Padre del cielo, que escondiste este saber a
los sabios y lo descubriste a los simplezuelos». Ha habido santos simples, como san Simeón el Simple, san Pedro Claver,
san Sansón el Loco, el Cura de Ars, san José de Cupertino, y los regocijantes
Fray Junípero y Fray Gil, compañeros de san Francisco, y patronos de todos los
giles cristianos del universo” [3].
En FASTA somos proclives al buen
humor, a la alegría, y a la fina ironía (algunos tendrían que mejorar lo de
“fina”), y Castellani es maestro en eso también.
Queremos mencionar un cuarto punto a
tener en cuenta. Su carácter profético y sin filtros —que llevó a Octavio
Sequeiros a designarlo como “el profeta incómodo”— se percibe nítidamente en su
amor a la Patria, y por razón de los dolores que le causaban sus males. Probablemente
fue él quien mejor supo leer la historia patria y el ser argentino desde la fe. Eso al menos hasta que
apareció nuestro P. Fosbery (y no pretendo ser obsecuente con esto, ya que como
bípedo me resulta incómodo arrastrarme). En verdad, todo fiel creyente que ama su
Patria tiene en Castellani su arquetipo, quiero decir, el modelo de creyente patriota
y de lector lúcido de la historia. Hace un año en este mismo lugar, cuando
reflexionábamos sobre Gilbert Keith Chesterton, hacíamos el inevitable
paralelismo que se da comúnmente entre el gran apologista inglés y nuestro gran
apologista criollo, con la ventaja que tenía Castellani de haber leído a
Chesterton (a quien rotulaba como “el rey del sentido común”). Haciendo un
imaginario camino inverso, con Chesterton reflexionando sobre Castellani, y
aprovechando un momento en que el genial inglés despotricaba contra el ruidoso
e infértil amor a su nación que profesaban en su tiempo los “patrioteros”, podríamos
vislumbrar entre líneas a Castellani: “¿Por
qué no hay un patriotismo noble, central, intelectual, un patriotismo de la
cabeza y el corazón, y no simplemente de los puños y las botas? (…) Recalamos en cosas frívolas y burdas para
nuestro patriotismo por una simple razón: somos el único pueblo del mundo al
que no se le enseña en la infancia su propia literatura y su propia historia” [4].
En síntesis, descontamos que el amor a la Patria en FASTA es amor
prioritario, como primer amor al prójimo. Y encontramos en nuestro maestro un
guía firme y seguro, de alguien que ama a su Patria porque la conoció desde
“sus entrañas”, como leímos recién en el P. Fosbery.
El problema es que Castellani, a
nuestro modesto entender, es una suerte de botín de guerra entre los patriotas
verdaderos, creyentes o no, y los patriotas desesperanzados (“patrioteros”),
que no ven nada bien y ven todo mal (menos a ellos mismos). Por tanto encontramos
en esto el quinto motivo —que tal vez suene polémico a algunos— para leer a
Castellani “a toda furia” (como el
mismo decía que leía a santo Tomás, casi a escondidas en el seminario jesuita,
donde la formación era más bien suareciana). Esto es, para “sustraerlo” de
quienes profesan un amor sin esperanza a la Patria, como si Castellani fuera sólo
de ellos, tal vez por el carácter polemista del gran sacerdote. Se trata
entonces, según veo, de rescatar en FASTA
a Castellani y su obra para la Patria. O digamos mejor que Castellani es de y para todos, no sólo
para quienes ven todo mal. Y esto que digo de la Patria aplica también a la
Iglesia (pues muchos de esos eternos quejosos ven todo mal también en la
Iglesia).
Se nos ocurre un sexto motivo más para
leer a Castellani en FASTA. Cuando no escribía sobre las cosas que se le
ocurrían por obra de su propio genio, gustaba comentar los escritos perennes de
los más grandes autores: Aristóteles, san Agustín, santo Tomás…, pero a la vez expresaba
que “los libros duran más que los
hombres, pero no son, propiamente hablando, eternos. Arrebatados por la
corriente ineluctable del tiempo, que en nuestros días parece precipitarse más
vertiginosamente, los libros también pasan. Aunque cuando son grandes, no pasan
nunca del todo” [5].
Ciertamente él no veía sus libros entre esas grandes obras a los que hacía
referencia, pero ¡cómo se preocupó para que esas grandes obras de la historia
sean conocidas y leídas, habiendo sido leídas primero por él! El padre Alberto Ezcurra comentaba que en
cierta oportunidad, cuando aún era seminarista, vio en una misa al célebre
padre Castellani, y luego de pedirle su bendición le pidió un consejo, a lo
cual el gran sacerdote se limitó a responderle: “No hay tiempo, lea los clásicos” [6]. Nosotros creemos que algunos libros suyos (no
podemos decir todos, para no caer en Castellanilatría), perfectamente pueden
quedar como obras clásicas, porque sus enseñanzas —de base doctrinal consistente—
son de alcance universal o, al menos, enteramente saludables para Hispanoamérica
(donde se entroniza cada bodrio…), o mínimamente en Argentina, donde pocos lo
recuerdan, incluso donde se lo ningunea desde la “policía cultural oficial”, gramsciana
y laicista, abulonada en la educación y la crítica literaria, que nos repite ad nauseam lo que debemos leer y
aplaudir, so pena de ser tildados de jurásicos, retrógrados, y de toda sarta de
insultos que a nosotros en realidad nos suenan a distinciones, siendo que
vienen de ellos. Consideremos como parámetro que Argentina tiene muchos y muy
buenos maestros, y todos ellos lo tienen
unánimemente a Castellani como su maestro. El Padre Leonardo es en verdad maestro de maestros. He aquí otra razón
para leer a nuestro autor en FASTA: si todos aquellos de quienes gustosamente leemos
sus obras lo tienen como el más destacado de sus referentes ¿cómo no lo vamos a
tener nosotros por tal?
Como séptimo y último motivo para leer
al P. Castellani —y a mi criterio el principal—, es que él, agudo filósofo y
profundo teólogo, brilló por su tarea
exegética. Acá algunos fruncen el ceño, pero esto es porque se detienen en
que a veces Castellani proponía como posibilidad, cuando no había definición
dogmática, opiniones algo arriesgadas o, como decía ese gran exégeta que es el
P. Barriola, “algo extravagantes”. Sin embargo nosotros hacemos referencia a su
ortodoxia a prueba de balas (es decir, con sólida base en la Tradición y en el
Magisterio), cuando nos enseña acerca de las Escrituras. Sobre todo por ese don
que le venía de lo alto unido a su talento natural, para aplicar el Evangelio a su realidad —a la de su tiempo—, lo que es
perfectamente extensible a nuestro aquí y hoy (y por eso hablamos de su
carácter profético). Leer el Evangelio en particular y la Sagrada Escritura en
general explicada por Castellani es motivo de crecimiento en la fe, a la vez
que de regocijo literario. Por ejemplo, yo leí por primera vez en Castellani
comentando la Navidad de Jesucristo, y no lo vi escrito en ningún otro, algo tan elemental y profundo
como esto: “Cristo quiso nacer en la
mayor pobreza, quiso hacernos ese obsequio a los pobres. La piedad cristiana se
enternece sobre ese rasgo y hace muy bien; pero ese rasgo no es lo esencial de
este misterio: no es el misterio. El misterio inconmensurable es que Dios
haya nacido. Aunque hubiese nacido en el
Palatino [7], en local de mármoles y cuna de seda, con
la guardia pretoriana rindiendo honores, y Augusto postrado ante Él, el
misterio era el mismo. El Dios invisible e incorpóreo, que no cabe en el
universo, tomó cuerpo y alma de hombre, y apareció entre los hombres, lleno de
gracia y verdad; ése es el misterio de la Encarnación, la suma de todos los
misterios de la Fe. Bueno es que los niños se enternezcan ante las pajas del
pesebre y la mula y el buey, que los poetas canten (…) y que los predicadores derramen lágrimas sobre la pobreza del Verbo
Encarnado; pero los adultos han de hacerse capaces de la grandeza del misterio
y han de espantarse no tanto de que Dios sea un niño pobre, sino simplemente de
que sea un Niño” [8].
Leer la Escritura según la Iglesia y
su Magisterio es deber primario en FASTA. Y Castellani es un destacado maestro en
este fundamental asunto. Si a esto lo
coronamos con todo lo que nos viene regalando nuestro Fundador últimamente en
cuanto a conocimiento e interpretación católica de la Sagrada Escritura,
tenemos para divertirnos y para aprender
por el resto de nuestra vida.
Sin embargo, con todo lo ya dicho,
conviene remarcar que Castellani no se pavoneaba por sus escritos y, no
obstante su sencillez y aprecio más bien moderado por su obra, sabía que lo
suyo hacía bien, o al menos era lo que pretendía. Él, que obviamente se sabía
escritor, no buscaba ni el reconocimiento ni la fama, sólo quería poner por
escrito la riqueza de su inteligencia empapada hasta la raíz por la fe —y que
le pagaran lo que le correspondía para poder vivir, porque no comía vidrio—. Y
para eso tal vez tenía que poner su dedo en medio del ojo de algunos a quienes
se los suele tener por maestros: “vamos a
ver a quién le toca hoy recibir palos”, decía en sus conferencias. Y así
caían bajo sus mandoblazos literarios repletos de filosofía y teología bien
integradas, las más reconocidas figuras agigantadas por el intelectualismo
modernista, sino directamente por la plebe o el snobismo periodístico y
farandulero: desde Voltaire hasta Kant, de James Joyce a Víctor Hugo, de Borges
a Bioy Casares. En efecto, no dudaba en dejar al desnudo sus huecos
intelectuales, descubriendo sus pobrezas (no las literarias, sino en todo lo
que se refiera la Verdad que es Dios), todo lo cual lo resumió en su magistral
“credo de los incrédulos”:
Creo
en la Nada Todoproductora, d’onde salieron el cielo y la tierra.
Y en
el Homo Sapiens, su único Rey y Señor,
que
fue concebido por Evolución de la Mónera y el Mono.
Nació
de la Santa Materia,
bregó
bajo el negror de la Edad Media.
Fue
inquisicionado, muerto, achicharrado,
cayó
en la miseria,
inventó
la Ciencia,
y ha
llegado a la Era de la Democracia y la Inteligencia.
Y,
desde allí, va a instalar en el mundo el Paraíso Terrestre.
Creo
en el Libre Pensamiento,
la
Civilización de la Máquina,
la
Confraternidad Humana,
la
Inexistencia del pecado,
el
Progreso Inevitable,
la
Putrefacción de la Carne
y la
Vida Confortable. Amén.
Y vamos cerrando, ayudado por otro. En
una entrevista muy reciente al reconocido escritor y crítico literario español
Juan Manuel de Prada, quien “resucitó” en España la obra de Leonardo
Castellani, se le preguntó: “¿Qué le dice
Castellani a los católicos del mundo secularizado de hoy?” A lo que el
citado respondió —y creo yo es una síntesis perfecta de lo que venimos a
proponer acá— lo siguiente:
“Les hubiera llamado católicos «mistongos»,
católicos blanditos, fofos, que pretenden servir a dos amos. Habría sido
bastante áspero, pero también divertido. Hubiera sido un látigo extraordinario
para nuestras conciencias, y nos hubiera hecho muy bien. Pero creo que lo
importante de un escritor al final son sus libros, y en eso creo que Castellani
nos ha dejado libros maravillosos que tenemos que leerlos”.
¡A tus órdenes!
Mil. Lic. Juan Carlos Bilyk
[1] L. Castellani; Camperas, del
prefacio, ediciones Vórtice, 1992
[2] “¿Es mejor un rey tonto que un
rey malo?”
[3] L. Castellani; Las ideas de mi
tío el cura, ediciones Excalibur, 1984, págs. 25-26
[4] G. K. Chesterton; La cosa y
otros artículos de fe; Espuela de Plata, 2010, págs. 126-127
[5] L. Castellani, San Agustín y
nosotros, ediciones Jauja, 2000, pág. 32
[6] Alberto Ezcurra; la
espiritualidad del laico; Kyrios
ediciones, 1994, pág. 75
[7] Palacio del emperador
[8] L. Castellani; El Evangelio de
Jesucristo; editorial Vórtice; 1997
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