Punto de encuentro de todos aquéllos que estén interesados en vida y obra del Padre Leonardo Castellani (1899-1981)

Para comunicarse con nosotros, escribir a castellaniana1899ARROBAgmailPUNTOcom

jueves, 11 de marzo de 2021

Sobre la esperanza y sus contrarios

 

Leonardo Castellani

[https://blogdeciamosayer.blogspot.com/2021/03/sobre-la-esperanza-y-sus-contrarios-p.html

Leopoldo Marechal se sirvió, en su novela Adán Buenosayres, de un imaginario «descenso a los infiernos» para hacer ver las miserias más típicas del ser argentino. Estructura su infierno en torno a los ocho pecados capitales (que en la más antigua tradición eran justamente ocho, aunque hoy se cuentan siete). Cada círculo infernal responde a uno de los vicios. El quinto es la pereza.

Al pretender abandonar el quinto infierno, Adán, el protagonista, se encuentra con unas apariciones que le cierran el paso. Son los «potenciales», como los llama Marechal. «Lector vidente, raro es el hombre que escondido en la intimidad segura de su alma, no haya inventado para sí destinos locos, aventuras imposibles, gestos desmesurados y personificaciones absurdas que, forjadas en el inviolable taller del ensueño, no se atrevería él a confesar ni bajo tortura».

Se le presenta el primero: «Yo habría sido aquel Edison Anabaruse, aquel muchacho boxeador, la Pantera Salvaje de Villa Crespo... (que) vencí o habría vencido a Jack Dempsey en la segunda vuelta de aquel match formidable...» El segundo, Don Brandán Esoseyúa, que pregunta ante la pampa desierta: «¿dónde están los establecimientos ideales, las estancias maravillosas que yo fundé o habría fundado en el sur, distribuyendo mis tierras entre los colonos que trabajaban como ángeles y proliferaban como bestias, no sin que una y otra función les dejara tiempo para leer a Virgilio y meditar la Política de Aristóteles?». El tercero también se interpone, pese a la súplica de Adán: «–¡Usted no! ¡Sería demasiado ridículo! –¿Ridículo? Yo, Bruno de San Yasea, en pleno siglo XX, asumí o asumiría el gobierno de la República; y durante ocho lustros regí sus destinos con una mano de hierro y otra de azucena... En llanos, montes, aldeas y urbes templé y armonicé las clases sociales como si fuesen las cuerdas de un laúd... Y aún falta lo sublime: ...quise darles el ocius necesario, la oportunidad de redescubrir en ellos la imagen del Creador. Y fue así como, ni bien logré o habría logrado que el solar argentino fuese una gran provincia de la tierra, conseguí también que se transformara en una gran provincia del cielo... Se vio cómo los desertores de la ciudad construían sus Tebaidas en los eriales de Santiago del Estero, en la Puna de Atacama o en la travesía de San Luis. ¡Gran Dios, las catedrales brotaban como hierbas!» (Vale la pena leer toda la fantasía política de San Yasea).

Y, por fin el último: «En la provincia de Corrientes, a orillas de la misteriosa Iberá, existe una región insalubre que parece dejada de la mano de Dios. ¿Recuerda el sitio? En aquella comarca y llamado por el Señor a las duras vías de la penitencia, edifiqué o habría edificado mi ermita, un chiquero de paja y barro casi hundido en la ciénaga. El sol implacable, los ponzoñosos vahos de la laguna y las trompas mordientes de los insectos castigaban allá toda carne; de modo tal que yo, fray Darius Anenae O.S.B., consagré o habría consagrado mis días y mis noches a lavar las llagas de los leprosos, enterrar a los muertos,  restañar el llanto de las viudas y alimentar a los huerfanitos».

Éstos eran los potenciales de Adán, que describe muy adecuadamente como peleles, casi figuras humanas, con contornos apenas esbozados en una materia sin color y traslúcida como el celuloide, de extrema liviandad, que se bamboleaban pero nunca caían, como los monigotes de base redonda con que juegan los niños. Una buena descripción para esas imaginaciones tan nuestras, que elaboramos en modo potencial: yo sería, yo haría, yo habría hecho...; o en modos verbales cercanos: ¡ah, si yo fuera, si yo pudiese, si yo hubiera o hubiese hecho...!, y que están bien ubicadas en el infierno de la pereza, cerrándonos el paso, impidiéndonos salir de él.

Porque si el cristianismo es esperanza (y lo es fundamentalmente), el peor enemigo de la esperanza cristiana no es tanto la desesperación, a pesar de ser su contrario, sino esta suerte de falsa esperanza que aceptamos complacidos, no sólo en la adolescencia sino también en la vida adulta, como un ejercicio de la fantasía o un juego de la imaginación, pero que muchas veces es refugio de nuestra cobardía y pretexto de nuestra pereza ante la propia conciencia, que se duerme acunada por estos cuentitos de hadas.

Justamente lo contrario es lo que hace la esperanza. Al activar el deseo, la esperanza pone en marcha la acción, es virtud que impulsa a la ejecución, no en modo potencial sino en indicativo. Acción presente o futura, pero siempre real. La esperanza, que considera el bien futuro como posible, aunque sea arduo y trabajoso, impulsa el deseo para transformar eso posible en real, lo futuro en presente, lo perseguido en alcanzado, el bien deseado en gozado. Y lo hace en relación al más alto bien de la Vida Eterna (por eso es esperanza teologal), pero también en relación a los otros altos bienes, siempre con referencia al fin último. Eso es la santidad. Y buena falta le está haciendo al tiempo presente hombres y mujeres con esta esperanza, en una nación desde hace años llena de «potenciales» no de potencias–.

De esta manera la esperanza hace al hombre magnánimo, mientras que la falta de esperanza lo transforma en perezoso y pusilánime, alguien que vive de sueños o fantasías, delirios de grandezas o, cuando menos, inútiles buenas intenciones, de las que está lleno el infierno, según certifica uno de esos potenciales de Marechal.

Toda verdadera grandeza depende de la esperanza. Es grande el que espera grandes cosas, y pequeño el que espera pequeñeces. Y al mismo tiempo la fortaleza que permite soportar la adversidad y perseverar en la ardua búsqueda del ideal (último o intermedio), la decisión y el temple de la voluntad dependen también de ella. Cierto es que sin la caridad cristiana podría entenderse mal esta esperanza, convirtiéndola en una virtud voluntarista, puramente humana y hasta, a veces, soberbia. Pero eso no sucede al cristiano.

Porque el cristiano funda su esperanza en la Gracia de Cristo. Si el cristianismo ha podido producir verdaderos Brandán Esoseyúa, Bruno de San Yasea y Darius Anenae (no estoy seguro de un Edison Anabaruse), es porque Cristo, que alimenta nuestra esperanza y nos hace capaces de lo grande, de esperar y desear lo excesivo sólo porque nos ha sido prometido.

La esperanza del cristiano es cierta, no caben en ella dudas ni potenciales. Su certeza viene de la promesa, el anuncio recibido, que es la Buena Noticia (el Evangelio). No necesita de utopismos, sueños o quimeras, porque está seguro. Y no vacila.

Es lo que enseña Santo Tomás (S. Th. II-II, q,7, a.1): «Obiectum spei est bonum futurum arduum possibile haberi», el objeto de la esperanza es tener por posible el arduo bien futuro. Como en el caso eminente de la Santísima Virgen: «Feliz de ti –le dice Isabel a María en su visita– por haber creído que se cumplirá –no en potencial– lo que te fue anunciado de parte del Señor». El haber creído (que equivale a un haber confiado) no conlleva dudas; es certeza. Como de otro modo lo expresa el místico y poeta San Juan de la Cruz en su Oración del Alma Enamorada: «confiaré en que no te tardarás si yo espero». La esperanza como fruto de la confianza, como motor de ésta durante la tardanza, condición para el fin de ese tardar. Todo a la vez. Dicho para nosotros, para que olvidemos las luchas con peleles imaginarios y descubramos el objeto de nuestra esperanza:

¿Quién se podrá librar de los modos y de las metas bajas, si no lo levantas tú a ti en pureza de amor, Dios mío? ¿Cómo se levantará a ti el hombre engendrado y criado en bajezas si no lo levantas tú, Señor, con la mano con que lo hiciste?
No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu Hijo Jesucristo, en quien me diste todo lo que quiero. Por eso confiaré en que no te tardarás si yo espero.
Míos son los cielos y mía es la tierra. Mías son las gentes. Los justos son míos, y míos los pecadores. Los ángeles son míos, y la Madre de Dios. Y todas las cosas son mías. Y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Entonces, ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos, ni repares en migajas. Sal fuera y gloríate en tu gloria. Escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón.

* En «Revista Gladius» n°51, 15 de agosto de 2001. Artículo que fue enviado a dicha revista por el Dr. Luis A. Barnada. Reproducido en el blog Decíamos Ayer....

 

No hay comentarios.: